La imperturbable displicencia, ¿o desprecio?, con que el Gobierno observa, a través de los barrotes de sus privilegios y lujurias, el crujir del estómago de los pobres que de tanto quererlos los multiplica, como diría el argentino Mariano Grondona, indica a las claras que la ley que acaba de aprobar la Asamblea Nacional Constituyente, sin que figure entre sus facultades despachar leyes, está dirigida no a abonar el terreno de la tolerancia en el país sino, todo lo contrario, a recrudecer la persecución del adversario, y afinar aún más su mordaza carcelaria contra todo signo de disidencia, hasta penetrar las redes sociales, las únicas herramientas de comunicación que, todavía, escapan a sus controles y a sus patrañeras cadenas.
¿Con qué autoridad implanta una ley contra el odio un régimen que ve a todo aquel que piensa distinto, y hasta al que piensa, no como un antagonista, sino como un enemigo? ¿Lo hará una camarilla capaz de declarar terrorista al estudiante y al ama de casa; que no tiene empacho en sustituir el debate por la verdad oficial; y glorifica la fuerza antes que la razón? Un Gobierno que aplasta las protestas a sangre y fuego, y se burla del opositor derribado por sus tanquetas, ¿acaso está en capacidad, natural y ética, de legislar contra el rencor? ¿Pueden juzgar sobre los delitos que derivan del resentimiento, los mismos personeros expertos en sus artes de crueldad, dados como se exhiben a exudar repugnancia sobre la mayoría de la población? ¿Cómo es que combaten el odio estos gladiadores de la sordidez y del descaro, en quienes la saña llega a ser tan manifiesta, tan oficial, que la convierten en instrumento de agitación social, de excluyente y por tanto antidemocrática bandería política? ¿Aplicarán con probidad el rigor de esa alevosa ley los jueces del horror? ¿Puede abrirse paso una norma contra el odio en medio de una desbandada de jóvenes empujados hacia diáspora tan dolorosa, asediados por la repulsión y el deslave de oportunidades que echa hondas raíces en su propio terruño? Y, ¿llegará hasta cárceles plagadas de presos de conciencia, siquiera el confuso rumor de la tal ley contra el odio?
El odio no se castiga con leyes, así como tampoco el amor, ni la felicidad, son susceptibles de ser decretados. Se trata de un sentimiento humano que no puede ser penalizado. Un Gobierno democrático está en el deber, eso sí, de promover la convivencia, la paz, amén de dignas condiciones de vida que beneficien a la población, sin distingos. En materia de tolerancia está obligado a dar el ejemplo. No es lo que vemos. Cuando Roy Chaderton, a la sazón embajador de Venezuela en la OEA, largó aquella miserable frase según la cual “una bala en la cabeza de un opositor pasa rápido y suena hueco”, no hacía sino recoger el estado de ánimo del poder, su estética toda, su doctrina. Era fiel, al igual que Nicolás Maduro, en un calco desabrido, a la ideología pendenciera de Hugo Chávez, como cuando en abril de 2006 mandó a callar a la madre de los hermanos Jason, Kevin y John Faddoul, de 12, 13 y 17 años, respectivamente, secuestrados y asesinados por funcionarios policiales junto al chofer, Miguel Rivas, en San Antonio de Yare, estado Miranda: “Deje la lloriqueadera y deje que esos muchachos descansen en paz”. O cuando exclamara Andrés Izarra, entonces ministro de comunicación, poco antes de la muerte de Franklin Brito: “Franklin Brito huele a formol”.
Umberto Eco ya nos alertó que el odio puede ser individual o colectivo, pero “bajo regímenes colectivos, en particular, debe ser colectivo”. Esto es así, analiza, “porque el odio hacia un enemigo común une a la gente y la hace arder con el mismo fuego”. El Che Guevara expuso con bestial crudeza su tesis, en el Mensaje a la Organización Solidaridad con los Pueblos de Asia, África y América Latina, en abril de 1967: “El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar”.
Por eso, y muchas otras trazas, la ley contra el odio contradice al autor, sin lograr encubrir sus intenciones, cada vez más disparatadas.