Editorial: Educación y democracia

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Los políticos han estropeado y desacreditado tanto la política,  que resulta hasta un buen ejercicio de higiene mental abstraerse, al menos una vez, de ese tremedal en se reduce la diatriba pública. Afrontamos una crisis que, está visto, no es sólo económica. La economía quizá sea lo de menos. Es más un tema social, porque envuelve, condiciona y derrumba a la sociedad entera, alejándola de cualquier posibilidad de progreso, convivencia y paz.

Hablemos, pues, en esta ocasión, de una materia que a la nación interesa sobremanera, porque de ella depende la probabilidad cierta de superar los atavismos y rémoras que en estos instantes nos impiden ver con claridad, incluso, dónde estamos parados; y, peor aún, nos dificulta entender qué es lo que en verdad nos conviene para recuperar la normalidad, la conciencia exacta de nuestro destino como país, así como la inaplazable conquista de dignas condiciones de vida, sin tanta coexistencia con el delito, la violencia y el cinismo, al punto de haberse convertido semejantes lastres en política de Estado.

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Nos referimos a la educación, proscrita ahora en la Venezuela salvaje que, en mala hora, nos ha tocado padecer. Todos estos años, el sector oficial apenas se ha ocupado de la educación con dos fines igual de perversos: adoctrinar a los muchachos y adulterar la historia, en los primeros niveles del sistema; y arrebatarle autonomía a la universidad. Una deserción de escolares que se estima en un alarmante 50%, y de profesores, en otro escabroso 30%, pareciera importarles algo menos que un comino a los capitanes de una revolución que ha cumplido a cabalidad, eso sí, el encargo de retrotraernos a los más primitivos espacios de la historia: aquellos en que la necesidad de sobrevivencia nos empuja hacia la ausencia del orden, de la ley, del respeto al otro.

No es prudente esperar, por tanto, a que el país salga de la crisis actual para comenzar a reconstruirla. Pensar así es invertir las prioridades, porque si no se recupera la cordura, desde ya, si no obra entre los venezolanos un profundo cambio de actitud, ninguna rectificación será posible en el futuro. Hace muchos años, cuando el alcalde de Milán se vio envuelto en acusaciones de trato cruel contra refugiados albaneses, la opinión pública italiana se preguntaba si los intelectuales no tenían nada qué decir al respecto. Umberto Eco salió al ruedo sólo para preguntarse qué se podía hacer frente a un alcalde, una persona ya crecida, con tan pésimos modales. Lo que había que hacer, propuso, era reescribir los libros, para que los hijos de ese alcalde y los hijos de quienes eligieron a ese alcalde, acogieran las ideas de la fraternidad y la solidaridad.

Fernando Savater nos lo recordó en un emblemático año 1998, cuando vino a Caracas a recibir el doctorado honoris causa de la Universidad Simón Bolívar. “La educación”, dijo el autor de Ética para Amador, “es la única forma que hay de liberar a los hombres del destino, es la antifatalidad por excelencia, lo que se opone a que el hijo del pobre tenga que seguir siendo pobre, a que el hijo del ignorante tenga que ser siempre ignorante; la educación es la lucha contra la fatalidad”.

Pensar en esto conmueve. Basta sacar la cabeza hacia esta realidad que nos mortifica para observar el trato deshonroso que se da al educador venezolano, enfrentado a un alumno que lo desafía y a quien no puede reprender, ni aplazar. Y el salario de miseria que perciben, la estima tan baja en que socialmente se les tiene, a pesar de que a ellos y no a otros se deben las puertas que se les abren en el exterior a nuestros profesionales, en esta dolorosa hora de diáspora. De manera que su esfuerzo es indirectamente valorado afuera, pero menospreciado entre nosotros.

¿Está el lector en condiciones de aportar un grano de arena, ahora mismo, en esta urgente misión de reconstruir los cimientos morales del país, y restaurar la meritocracia, el culto al trabajo, al estudio, al esfuerzo sostenido… ¡a la honestidad!? No es preciso esperar un cambio de Gobierno para asumir esta inmensa tarea, que es de todos. ¿Por qué no impartir clases, voluntariamente? ¡Habrase visto mayor honra que esa! Mañana, cuando esta desgracia pase, que pasará, le preguntarán qué cosa digna hizo usted en esas horas aciagas, y podrá responder con íntima satisfacción: “¡Yo di clases!”

Es que en palabras del mismo Savater: “Los demócratas no surgen de las piedras naturalmente, como las flores silvestres; hay que cultivarlos, regarlos”.

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