Soy una defensora a ultranza del Sistema Nacional de Orquestas Infantiles y Juveniles de Venezuela. Soy una enamorada de la colosal obra de José Antonio Abreu, el Maestro visionario del tercer milenio. Soy una creyente convencida de que, como afirmó Simón Rattle, el afamado director inglés: “el futuro de la música clásica está en Venezuela”.
Diseñar, estructurar y consolidar el Sistema a lo largo de más de cuarenta años ha sido y es una odisea de construcción permanente que tiene por substrato unos ideales focalizados en la redención social a través del desarrollo integral del ser humano. Esta innovadora revolución humanística, reconocida en todo el planeta, concibe los grupos musicales como una comunidad constituida para armonizarse, para socializar las experiencias, practicar la concertación en grupo, integrar voluntades y transferir todo ese aprendizaje a la vida personal, a la familia, a la escuela y a la sociedad.
Vuelvo a retomar el tema del Sistema por varias razones. Me inquieta profundamente su futuro, dadas las condiciones del país. Para los dirigentes políticos existen prioridades que, al parecer, no dan cabida a la continuidad que merece esta monumental cruzada. Semejante incomprensión parte de elementos tan mezquinos como competir a ver quién le “pone la mano al Sistema”, uno de los poquísimos, si no el único, movimiento que nos enorgullece como venezolanos, dentro y fuera de las fronteras. Y peor aún: se percibe el afán de cómo doblegar esta obra al servicio de perversos intereses de poder.
En mis recorridos por toda Venezuela he podido constatar que en cada rincón del país existe un núcleo del Sistema. Allí se dan cita docentes de auténtica vocación y niños y jóvenes a quienes se les brinda un universo inagotable de dignas experiencias vitales. He presenciado -en barrios marginales, en pueblitos y en aldeas rurales- como familias y comunidades asisten a los conciertos de sus muchachos con una reverencia mística, fruto de la transformación social y espiritual que el Sistema preconiza. Casi la totalidad de los niños y jóvenes integrantes de las orquestas y coros provienen de los estratos menos favorecidos y, por lo tanto, constituyen una población de alta vulnerabilidad.
He verificado la esencia de la pedagogía, los ensayos y los conciertos gracias a la oportunidad que tuve de entrevistar a un nutrido grupo de pequeños que me confiaron su percepción y significado de vivir, convivir y formar parte de algo que, a lo mejor sin saber expresarlo, lo intuían como fundamental para sus vidas y la de los suyos.
Recientemente fui a Timotes, un pintoresco pueblo de los Andes. Hace unos ocho años, con la entusiasta disposición de la comunidad, participé en la creación del núcleo del Sistema en ese poblado. Fui testigo del impecable y planificado proceso para instalarlo: involucrar a la comunidad, sentar las bases mínimas (local, instrumentos elementales, recaudación de materiales y fondos) para lograr el respaldo y la inserción en el Sistema. Vi como cambió el ambiente de sus calles y sus plazas con montones de niños y jóvenes llevando a cuestas sus instrumentos, yendo o viniendo de sus clases de música. Asistí a los dos meses al primer concierto: un repertorio sencillo para coro y flautas.
En ese primer concierto conocí a Miguelito, tenía siete años. El profesor lo sentó en una silla y le dio un cuatro. Los pies de Miguelito no alcanzaban el suelo. El instrumento resultaba inmenso para sus pequeños dedos. Ante el asombro de todos, el niño ejecutó magistralmente una pieza en el cuatro. ¡Con apenas dos meses de clases! Supe entonces que Miguelito vivía en el campo y que se trasladaba a Timotes gracias a “la cola” que le daban los camiones que transportan hortalizas. Unos meses después Miguelito ya tocaba guitarra y, más adelante, se hermanó con su ahora compañero inseparable: el violín.
Después de varios años visité el Núcleo. Llegué sigilosamente para no alterar el ensayo. Allí estaba Miguelito, ahora un espigado y formal Miguel de quince años, dando clase a los primeros y segundos violines. Se me aguaron los ojos. Cuando terminó la clase, Miguel se dio cuenta de mi presencia y me reconoció. Nos dimos un cálido y prolongado abrazo. Me mostró a una niña y me dijo: «Ese es el violín que usted me regaló».
Supe que Miguel es el concertino de la orquesta de Timotes. Se desplaza todavía en los camiones de hortalizas para movilizarse hacia y desde la sede. Su mirada es madura, expectante, inteligente. Me emociona saber que ha habido, hay y habrá muchos Miguelitos tocados por la magia del Sistema a lo largo de todo el país.
Algunos de estos niños y jóvenes hacen de la música su carrera profesional, bien sea exclusiva o en paralelo a otro desempeño y aunque muchos otros se desincorporan, se quedan para siempre en las filas de los mejores ciudadanos. Incansablemente, el Sistema continúa en su descubrimiento de lo posible y en la recuperación de lo imposible.