Amar a Dios y amar al prójimo. En estos dos mandamientos se encierra la voluntad de Dios, la cual nos ha sido revelada en la Sagrada Escritura. No puede separarse uno del otro.
Amar a Dios. Nos dice Jesús que éste es “el más grande y el primero de los mandamientos” (Mt. 22, 34-40). Pero… ¿en qué consiste? ¿Qué significa amar a Dios? El mismo Jesús nos lo dice: “Si me aman, cumplirán mis mandamientos” (Jn. 14, 15). Amar a Dios, entonces, es complacer a Dios. Quien ama complace al ser amado. Amar a Dios es tratar de agradar a Dios en todo, en hacer su Voluntad, en cumplir sus mandamientos, en guardar su Palabra. Amar a Dios es también, amarlo a El primero que nadie y primero que todo. Ese es el significado de amar a Dios sobre todas las cosas.
Sabemos también que Dios es la fuente de todo amor… y no sólo eso, sino que Dios es el Amor mismo (cfr. 1 Jn. 4, 8). Esto significa que no podemos amar por nosotros mismos. No somos capaces de eso. El ser humano no puede amar si no fuera por Dios. Lo que sucede es que Dios nos ama y con ese Amor con que Dios nos ama, podemos nosotros amar: amarle a El y amar también a los demás. Nosotros podemos amar, porque Dios nos ama.
Como vemos entonces, ambos mandamientos -el amor a Dios y el amor al prójimo- están unidos. Uno es consecuencia del otro. No podemos amar al prójimo sin amar a Dios. Y no podemos decir que amamos a Dios si no amamos al prójimo, pues el amor a Dios necesariamente se traduce en amor al prójimo.
Como el Señor nos manda a “amar al prójimo como a nosotros mismos”, vamos a ver qué significa eso y cómo se ama así. ¿Qué es amarse a uno mismo? Amarse a uno mismo es buscar el propio bien y el propio agrado. Y ésa fue la medida mínima que Dios nos puso para amar a los demás.
¿Qué nos quiere decir el Señor, entonces, cuando nos pide amar al prójimo como a uno mismo? Nos quiere decir que desea que tratemos a los demás como nos tratamos a nosotros mismos. Si nos fijamos bien, somos muy complacientes con nosotros mismos: ¡cómo respetamos nuestra forma de ser y de pensar! ¡Cómo excusamos nuestros defectos! ¡Cómo defendemos nuestros derechos! ¡Cómo nos complacemos nosotros mismos, buscando lo que nos agrada y lo que necesitamos o creemos necesitar!
El precepto del Señor de amar a los demás tiene esa medida: la medida de cómo nos respetamos y nos complacemos nosotros mismos. Dicho más simplemente: debemos tratar a los demás como nos tratamos a nosotros mismos, complacer a los demás como nos complacemos a nosotros mismos, ayudar a los demás como nos ayudamos a nosotros mismos, respetar a los demás como nos respetamos nosotros mismos, excusar los defectos de los demás como excusamos los nuestros, etc. etc.
Amar al prójimo como a uno mismo significa seguir este otro consejo de Jesús: “Traten a los demás como quieren que ellos les traten a ustedes” (Lc. 6, 31).
Nos amamos tanto a nosotros mismos que esa fue la medida mínima que puso el Señor para nuestro amor a los demás… porque también nos dio una medida máxima que El nos mostró con su ejemplo: “Ámense unos a otros como Yo los he amado” (Jn. 15, 12). Y El nos amó mucho más que a sí mismo. ¿No dio su vida por nosotros?
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