Desde la misma noche del domingo 15 de octubre se apoderó del país, con acritud, la conciencia de que, sin bien la herramienta del voto es la que por excelencia brinda el sistema democrático para expresarse y cambiar gobiernos, en paz, fue un error monumental aceptar la realización de un proceso comicial plagado de opacidad y ventajismo, con reglas que el árbitro cambió hasta el último momento, siempre en abierto perjuicio de los candidatos de la MUD.
La reflexión no sólo es válida sino necesaria, si es que acaso existe algún propósito de enmienda. Frente a una elección con la cual el CNE ya estaba en vieja mora de casi un año, se debió ejercer toda la presión que el ambiente de abril propiciaba, con la gente de pie, en las calles de casi todas las ciudades y pueblos, hasta lograr, como prioridad, una depuración del Poder Electoral y la fijación de un cronograma cierto. Había suficiente respaldo nacional e internacional a los efectos de emprender esa inaplazable cruzada. La grave revelación que hiciera en agosto la empresa Smartmatic en relación a la manipulación de la data en “al menos un millón de votos” durante la elección de la Asamblea Nacional Constituyente, dio pie para afincarse en un enérgico reclamo que jamás se hizo, en serio, con la contundencia que ameritaba.
Es más, sin que aún existiera consenso en la MUD, y frente a una masa opositora moralmente golpeada tras la aparatosa imposición de la Constituyente, contra todas las advertencias, partidos y personeros de la oposición a quienes se tiene por muy astutos, se apresuraron a anotarse en las regionales, apenas unas horas después del primer llamado del Gobierno, ávido como estaba de aprovecharse del enrarecido escenario político para jugar a la división y a la desbandada de las huestes democráticas, cosa que logró a sus anchas, valiéndose, incluso, de la indecible coerción ejercida sobre presos políticos.
Echarle toda la culpa a la abstención, es eludir responsabilidades. Es una táctica engañosa, que pudiera depararnos otros descalabros, camino a las presidenciales, hasta permitir la instauración de la trampa definitiva. Valdría la pena preguntarse por qué el electorado mayoritario recelaba de la reciente consulta. Ahora mismo, ¿qué sentido tiene arremeter contra el secretario general de la OEA, Luis Almagro, sólo por haber expresado sus dudas, razonables, por lo demás respetables, sobre la pertinencia de ir a un proceso electoral “sin garantías”? “Que no nos esté dando tantas lecciones desde afuera”, se ha mandado a callar a un probado y singular amigo de la causa venezolana, con despliegue del mismo rapto de intolerancia que tanto se detesta en el oficialismo.
El corolario de esta historia es el temido. Que nadie se llame a engaños, entonces. Mientras en Lara se entregó la gobernación en fiel acatamiento de “la voluntad de Dios”, Andrés Velásquez ventila, en solitario y actas en mano, las evidencias de lo que pudiera configurar un fraude en el estado Bolívar. La imposibilidad de retirar del tarjetón los candidatos que perdieron en las primarias, potenció el voto nulo. Cinco días antes del 15-0, el CNE mudó 274 centros de votación, lo que afectó a más de 700.000 electores de 16 estados. La Red de Observación Electoral expone que en las regionales, 44% del escrutinio no fue público.
El descarado reparto de cajas del CLAP, refrigeradores, neveras, televisores y línea blanca, había abonado el milagro de un Presidente con 80% de rechazo popular, que, en un país paralizado, en medio de una creciente hambruna y una escalofriante inflación de 1.200% este año, logra rodearse de 18 gobernadores obsecuentes, es decir, leales a política tan nefasta.
Esto es lo que olía, desde antes, el venezolano común. Su intuición lo llevó a no prestarse a una farsa que le producía asco. Esto, repetimos, impone una reflexión. Serena. Objetiva. Una reflexión necesaria, que, está visto, no se debe quedar en el cenáculo, en los ambientes cerrados de dos o tres partidos políticos.