Hace 15 días escribí sobre la deshumanización de lo humano, después de leer una entrevista a nuestro ilustre compatriota Dr. Dany Levy, profesor en la Universidad de Harvard. En las palabras de Levy destacaban dos aspectos, primero, el de la desaparición de la universidad -motivo de aquel artículo- y un segundo que merecía otro, cuyo tema resumía él en una frase: “cuando la ideología sustituye al conocimiento, los países fracasan”. Esta aseveración surgió cuando el periodista le señaló su nación de origen y le preguntó cómo Venezuela, un país tan rico, llega ahora a ser tan pobre. Esa pregunta se la hace el mundo entero cuando, al fin -y gracias al gran esfuerzo de la oposición para hacerse oír dentro y fuera de nuestras fronteras- ha conocido nuestra tremenda crisis política, económica y social. Ese mundo, indiferente ayer, hoy se preocupa por nosotros.
Según el Dr. Levy, Venezuela y, en general, los países suramericanos, salvo Chile, tienen las instituciones muy débiles, porque se atreven a hacer con su economía experimentos ideológicos y eso sólo puede conducir al fracaso, pues falta lo esencial: el conocimiento, el estudio, la formación técnica. Y yo agrego, un genuino amor a la patria, una preocupación social sincera. En añadidura, al menos los venezolanos -no me atrevería a aseverarlo de otros hermanos del continente, por no conocerlos a fondo- sufrimos de inapetencia ante el sacrificio y el esfuerzo que requiere la lucha por el bien común. Nuestros gobernantes actuales -y no tan actuales- se llenan la boca con la palabra pueblo y éste les importa un pito, su único afán es poder y posesión, permanecer chupando del tesoro público para llenar sus bolsillos.
Este artículo me está saliendo demasiado serio y no me gusta, no es mi estilo. No quiero que me pase como a Laureano Márquez, últimamente se ha vuelto muy formal, me hace falta leerlo como el gran humorista que es. Una consecuencia más de este desbarujuste institucional en ejercicio: encima de la centrífuga fuerza expulsora de nuestras juventud y madurez valiosas hacia el extranjero, de que no quedamos aquí sino los viejos y los tontos, de que los pobres abuelos no pueden consentir ni apurruñar a sus nietos, tan sólo verlos por los fríos medios audiovisuales, ahora también el humor se nos escapa. ¡Ah, no, eso no…!
Lo siento Dr. Dany Levy, pero me quiero olvidar de su excelente análisis sobre nuestra tragedia. Su excelencia no deseo que alimente el desaliento. Respiro hondo y levanto la mirada. A falta de humor suplo atisbando la belleza.
Veo el cielo azul y unas nubes jugando con el viento. Las guacamayas azules cruzan el espacio con su canto de matraca. Más arriba, algún zamuro planea majestuoso e imperturbable, olfateando de lejos la carroña material -y tal vez moral- de una ciudad donde ya muchos de sus habitantes le hacen competencia hurgando por comida en la basura. Me vuelvo a poner triste. Sacudo mis pensamientos y miro más abajo, hacia los árboles, a cuyas ramas acuden el cristofué, el azulejo, el gonzalito, el picodeplata y, picoteando por el suelo, la infaltable tortolita; mientras a las flores de las matas del pequeño jardín, van el solitario, irisante y vibrante colibrí y las inquietas mariposas amarillas. Esa presencia alada es afirmación de vida y libertad.
Y hay algo más. En el horizonte de mi mirada, que busca alimentarse de la esencia pujante de la naturaleza, se yergue firme y desafiante, como la fe, la inmensa mole del cerro que nos preside. El Ávila, desde sus faldas a sus cumbres, cubierto de ese verde cambiante por las sombras y el esplendor de sus relieves, hace revivir en mí y ojalá en ti, la gran seguridad de la esperanza:
confío en el triunfo final de la riqueza del conocimiento sobre la barata ideología.