Dentro de dos domingos, el país será llamado a votar.
Faltan, pues, escasos días, y la frialdad que se palpa en el ambiente presagia una abstención que pudiera ser importante.
Es preciso reflexionar, ahora, sobre eso. El 15 de octubre estarán en juego las gobernaciones de los estados, e incluso no votar acaba por ser una forma inconsciente de decidir.
Porque quien se abstiene decide no participar, y esa es una opción política trascendente, crucial tal vez. Quien se abstiene, le transfiere voluntariamente el poder depositado en sus manos, a los demás.
Es sabido que también la omisión engendra responsabilidad. De manera que no es un acto tan simple, ni tan inocente. Suscita consecuencias, a veces indeseables. Es susceptible de inclinar la balanza hacia el lado no anhelado, o detestado, por la mayoría.
Sostienen los estudiosos que, generalmente, en un país democrático el elector se abstiene de votar, bien porque siente que las cosas marchan aceptablemente bien y no abriga mayores miedos; o, en su defecto, porque “no espera mucho de la política”. El resultado, se piensa, no variará en nada la situación.
Ninguno de los dos supuestos tiene justa cabida en la tragedia venezolana actual.
El primero lo desmiente lo mal que marcha la nación. Si algo nos sorprende, una y otra vez, es la frustrante noción de que sí era posible estar peor. Venezuela se hunde, con violencia, en un tremedal de miseria, desamparo y dolor, mientras al Gobierno lo único que lo desvela es la ambición de remachar su perpetuidad, al precio que fuere. Toda una población expuesta al sacrificio, a indecibles privaciones colectivas, sólo para que una camarilla sacrílega, avariciosa y sin escrúpulos, amase y mantenga ocultas a la espera de mejor ocasión, sus enormes caletas de fortunas mal habidas.
Tampoco se justifica no votar por decepción o recelo, respecto a la política. Precisamente porque es con participación, resuelta y constante, y jamás con renuncia, como se definen los giros que están llamados a darse en el seno de un cuerpo social. La libertad es un derecho que se conquista todos los días, a punta de tenacidad, lucidez y entrega.
Esto debe ser entendido. Dejar de votar el 15-0 no equivale a propinarle un castigo a la MUD. Quedarnos de brazos cruzados en nuestras casas ese domingo, rumiando chillidos, o preferir irnos a la playa, podrá interpretarse, ciertamente, como una desaprobación a los partidos, al liderazgo; pero, en definitiva, el peor de los castigos se lo habríamos infligido a la democracia, que se construye con debate, con disensos, aprobaciones y rebeldías, pero jamás con el silencio. Jamás con displicencia.
En conclusión, la apatía acabaría por aplastarnos más. Y, véase bien, si alguno lo ha entendido a cabalidad es el oficialismo, cuya carta principal es precisamente esa. De ahí que, en comandita con su servil CNE, ellos jugaran con las fechas. Primero negaron estas elecciones cuando correspondían, el año pasado. Luego las fijaron para diciembre de este año, y si procedieron a adelantarlas fue por un mero cálculo: suponen que sorprenderán a la oposición con sus defensas bajas, tras la desmoralización generada por la ilegítima imposición de la Asamblea Constituyente.
“Si usted quiere complacer a este gobierno dictatorial y sus intereses, ya sabe lo que tiene que hacer: dividir a los demócratas, no ir a votar y hacer campaña para que sólo voten los partidarios de la dictadura y se queden con todas las gobernaciones”, ha escrito con inobjetable claridad el padre Luis Ugalde.
No lo pierda de vista. Incluso si usted se abstiene, su voto silente drenará hacia ese candidato que desaprueba. Una minoría compacta no tendrá problemas para imponerlo. Y la trampa siempre será más fácil con centros de votación desiertos, con unos votos y una arrinconada expresión democrática que nadie defiende.