Me gradué en el liceo cuando las promociones se ufanaban por llevar el nombre de un insigne ciudadano. Antes que resurgiera el militarismo ramplón a nadie se le ocurría, so pena de ser acusado de insania mental, proponer el nombre del presidente de turno, el de un bandolero de caminos (aunque hayan bautizado una universidad con el nombre de uno) y menos el de algún felón para designar a un curso de bachilleres.
A mi promoción orgullosamente le correspondió como epónimo el del insigne poeta Andrés Eloy Blanco. No sé si eso me marcó en lo intelectual, en lo ciudadano y en lo político o simplemente definió ese gusto por lo justo, lo correcto y lo adecuado que él demostró en su actuar; lo cierto es que cada vez que siento que las fuerzas me abandonan encuentro en sus versos y en su prosa, razones para continuar.
Nuevamente padecí el desánimo y la indefensión cuando me enteré del asesinato de otro de los muchachos que se volcó a las calles venezolanas en busca del libre albedrío que fue secuestrado por unos facinerosos que se presentaron como los Robin Hood del siglo XXI, cuando en realidad eran unas despreciables ratas callejeras que solo les interesaba enriquecerse a costillas de los más pobres.
En 1992 los gorilas de uniforme, cuando arremetieron contra la institucionalidad e hirieron de muerte a la democracia, se quedaron con los crespos hechos porque nadie los acompañó en su andanzas. Hoy mujeres y hombres; hijos y padres; nietos y abuelos; el de la urbanización y el del barrio; el profesional y el obrero; el que estudia y el que no puede hacerlo; el venezolano por nacimiento y el extranjero que es más venezolano que la arepa; adultos y jóvenes, sobretodo los jóvenes, se han unido con una sola idea: «que la lucha de pocos valga por el futuro de muchos».
Nuestro porvenir
La prematura partida de Neomar Lander, un niño que nació y murió sin conocer nada distinto a esta inhumana y cruel revolución, me hizo llorar de rabia e impotencia por lo injusto de su muerte. ¿Por qué? Porque nadie merece morir por la intolerancia de quién gobierna; porque unos militares y policías llamados a defender los derechos de los venezolanos se comporta como una fuerza de ocupación presta a aniquilarnos como enemigos; porque, como escribió Andrés Eloy Blanco en su poema Los hijos infinitos, quien tiene un hijo o dos los tiene a todos, estén en la casa protegidos o en la calle con el pecho como escudo y la mente fija en una palabra: libertad.
Es qué estos hijos infinitos que salen a luchar para restituir el hilo constitucional, esos que caminan descalzos con los pies llagados por unas calles que ya les son familiares, esos que han encontrado la generosidad de quienes los han adoptado, esos que con piedras, metras, chinas, escudos artesanales y chalecos antibalas de cartón enfrentan a militares armadas hasta los dientes con bombas lacrimógenas, perdigones y municiones aliñadas, esos son nuestro porvenir.
En la otra acera está el pasado: unas cacatúas sin plumas que gritan a los cuatro vientos para que los acompañen, en su aventura por perpetuarse en el poder, pero que solo reúnen a cuatro gatos; los que para medio enmendar sus culpas actúan timoratamente bajo la premisa de que lo hacen para salvar el legado de Chávez y los que saben que la ira popular no respetará cogote corrupto (en el chavismo no hay pescuezo sano) y preparan su huida antes de que sea tarde.
Llueve… pero escampa