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Una pregunta frecuente, dondequiera se reúnan más de dos venezolanos, es hasta cuándo se prolongará este tormento. Pertrechada en el Gobierno, una camarilla sin escrúpulos es ajena a la tragedia que sufre el resto del país. Viven aislados en su mundo, impenetrable y blindado de impunidad. Para ellos no hay pobreza, ni sobresaltos.
Cuando, al fin, en su malograda retórica reconocen alguna dificultad, invariablemente será culpa de otros. Tienen todo el poder pero no son responsables de nada. Y cada día trazan una propuesta que se renueva eternamente, sin ser concretada nunca. Lo único tristemente cierto es que siguen allí, más allá de lo razonable, como tutelados por un poder o pacto siniestro.
Pareciera que el propósito oficial es aniquilar la esperanza, mantener al pueblo desmoralizado, sumido en una angustia constante por la sobrevivencia, incapaz de comprender su situación ni su destino. Así, una nación reducida a la condición de masa no alcanzará la claridad de pensamiento necesaria para unir sus voces y anhelos, hasta trazar la acción que prosigue a la conciencia. Sembrar y cultivar a todo trance el desconcierto social, disociar, en una palabra, en medio de una enrarecida atmósfera signada por la desinformación y la mentira absoluta, cínica, es, quizá, el programa de gobierno mejor ejecutado en estos tiempos perdidos.
De allí el trasfondo perverso, retorcido que suele teñir los desplantes y actuaciones públicas del régimen. Es lo que explica la caprichosa sensibilidad exhibida frente a los desastres del huracán Harvey en Luisiana y Texas, en los Estados Unidos, con un plan especial de ayuda a las víctimas (viviendas, rescatistas, médicos) de cinco millones de dólares.
Un gesto humanitario, se dirá, sí, pero no deja de ser el mismo que, con pródiga brutalidad, se niega cuando el país receptor es el propio. Lo cruelmente irónico de esa solidaridad radica en que esa mano amiga, tendida en forma tan solícita frente al drama lejano, en un país rico, organizado, es a una misma vez insensible, y mezquina, de cara a la rutina de miseria (hambre, desamparo absoluto) en que viven hundidas a lo largo y ancho del territorio comunidades nuestras, por obra de un vendaval económico y social provocado por tan desvergonzados socorristas, que además disponen de otros 10 millones de dólares para el béisbol profesional, no por amantes del deporte sino del circo.
Justo en esos momentos del anuncio de la caridad hacia los damnificados gringos, más de 700 turistas estaban atrapados, tras fuertes lluvias, aquí cerca, en Choroní, con el paso restringido y saldo de cuatro muertos y desaparecidos. Otras 143 familias estaban afectadas en Sucre. Al sur de Barquisimeto, los moradores de la avenida Uruguay, declarada de “alto riesgo” desde el año 2010, seguían conviviendo con sus calles hundidas y viviendas agrietadas, por los efectos unas “aguas vivas” que corren por el subsuelo.
Y, duro es decirlo, también por esas fechas, Francesco Leone, el intachable rector de nuestra principal universidad, la UCLA, moría, luego de toda una vida dedicada a la academia, en una clínica privada, desnudo de seguridad social, con serias dificultades para hacerse de los medicamentos prescritos, por su escasez, y, asimismo, por su inaccesible costo. Es más, en el instante postrero, ni siquiera una palabra oficial lamentó su pérdida. Ni una corona de flores, ni un acuerdo de duelo se molestó en hacer público el ministro… ¡de educación!
Ocupados están, eso sí, en redactar una Constitución que tipifique el delito de traición a la patria. Entonces, adversario será, formalmente ya, sinónimo de terrorista. En tanto, los pocos medios de comunicación social que aún a duras penas subsisten, ven sus días contados. La radio es arrasada, sin misericordia. Hasta tuvieron el descaro los hombres del Sebin de allanar un circuito radial, en busca de la grabación de una entrevista. A los periódicos se les niega la bobina de papel que sólo el Gobierno está autorizado para traer importado.
Harina tampoco habrá, porque no arribarán a puertos venezolanos las ofrecidas 60.000 toneladas de trigo ruso. Sólo un detalle más, en una “patria” donde comer completo es lujo de pocos. Pero, ¿de cuál patria hablamos?, ¿acaso de ésta que cientos de venezolanos se ven forzados a abandonar en diáspora demencial día tras día, en procura del horizonte incierto pero quizá más amable, o menos humillante?
Seguramente la mejor manera de contrariar ese guión perverso, es no ceder al desaliento. No permitir que, pese a todo, sea aniquilado el último vestigio de esperanza. Es cuanto decreta el amor verdadero por el país. Resignación, ¡jamás!
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