En el país confundimos Gobierno con Estado y en ese caos reside parte de nuestra fatalidad, como sociedad.
La palabra Gobierno alude a la conducción política del Estado, que supone la existencia de poderes, los cuales deben funcionar por separado, con autonomía, pues aseguran un contrapeso esencial, a objeto de evitar la arbitrariedad.
Jamás un Presidente, en una democracia legítima, podrá posarse sobre el cuerpo de la Constitución o las leyes. Es su deber principal salvaguardar a los ciudadanos, y procurarles, a todos por igual, la mejor calidad de vida posible: acceso a la salud, a la educación, a una vivienda, a un trabajo digno.
En Venezuela, sin embargo, el Presidente, que además del Ejecutivo controla, a su antojo, los demás poderes, adopta la patanería de presumir que ejercer el mando es lo mismo que ostentar una fuente infinita de atribuciones e impunidad, extensivas al entorno. Para él, autoridad y fuerza son una misma cosa. La patria es su feudo y en sus anchos dominios nadie podrá discrepar, y mucho menos soñar o abogar por un cambio.
La regla es simple: el Gobierno castiga, constriñe, aplasta, y sólo quienes se arrodillen, o callen, podrán recibir el premio de probar las mieles que manan del ejercicio del poder, y hasta las migajas que se escurren desde el trono. Nadie se salva de semejante condena. La exfiscal Luisa Ortega Díaz y su esposo, manejaban, según voceros oficiales, una red de extorsión, pero eso no salió a flote hasta que ellos marcaran distancia con el régimen. Gustavo Dudamel dejó de ser un músico mimado por la roja jerarquía cuando sumó su voz a la de quienes imploraban un cese a la violencia, a la represión. “Nada puede justificar el derramamiento de sangre”, dijo, y está claro que en las palabras del laureado director larense no había nada reprochable, pero bastaron para que toda la Orquesta Nacional Juvenil de Venezuela fuera escarmentada, al cancelar la gira que unos 200 jóvenes músicos estaban a punto de emprender, en cuatro ciudades de los Estados Unidos.
En esa misma tónica, el asilo que Colombia ofreció a Ortega Díaz (en nada comparable, por cierto, a la complicidad que en nuestro territorio encuentran las FARC), fue una factura pagada por las televisoras Caracol y RCN, sacadas de la parrilla de las cableras venezolanas por órdenes de Conatel.
Es más, se hacen elecciones, a destiempo, con un árbitro no confiable, y si, a pesar de semejantes vicios algún candidato a gobernador o alcalde saca más votos que las fichas del oficialismo, entonces esos funcionarios serán castigados, junto a sus comunidades, mediante la asfixia presupuestaria y, a la postre, con el desconocimiento de la voluntad popular.
Quizá el peor lado del rostro de ese castigo que a la nación entera se le inflige, radica en el cinismo de ver a un Gobierno que sólo empobrece y oprime, cuando repite hasta la saciedad la propaganda según la cual el venezolano no puede ya con tanta felicidad. Al destacar que ocupamos un alto sitial en el Índice de Desarrollo Humano, el Presidente exclamó: “En Venezuela, por la inversión social, nuestro amor al pueblo, la solidaridad y el socialismo, vamos avanzando”.
Lo dice mientras diversos gobiernos adoptan medidas migratorias para frenar la depauperada avalancha venezolana. Mientras no hay pan en las panaderías, medicinas en los hospitales, ni efectivo en los bancos. Mientras en Caracas un magistrado del TSJ electo por la Asamblea Nacional llevaba 29 días en un baño del Sebin, sin poder ver a su familia, ni a sus abogados, ni a un médico.
Repasando todo esto es fácil presagiar lo que ocurrirá con las sanciones financieras acordadas por los Estados Unidos. Una vez más se pretenderá usarlas como excusa para ocultar todas las expresiones de un monumental fracaso de casi dos décadas de políticas económicas erradas, saqueo a manos llenas y alegre malversación de las riquezas que alguna vez abundaron. ¿Pagaremos, todos, factura tan onerosa, o la sanción apresurará, al fin, la salida a la crisis que las protestas de calle no lograron? ¿Por cuánto tiempo más sufriremos los suplicios de un Gobierno dado a castigar y perseguir? ¿Un Gobierno que se apresta a prohibir el odio, como mecanismo para hostigar con más fuerza al disidente? ¿Un Gobierno que ve en la miseria una plataforma social de sumisión y perpetuidad? Un Gobierno para la flagelación colectiva, ¿qué sentido tiene eso?