Mientras yo tecleaba en una pequeña máquina, Riqui, mi hijo (que entonces tenía unos cinco años) jugaba por los alrededores. De repente se plantó frente a la ventana y mirando hacia el jardín me preguntó: ¿Por qué los árboles crecen mirando al cielo?
Interrumpí lo que estaba escribiendo y le expliqué que la savia del árbol era como la sangre que corría por las ramas, que para que esa savia se mantuviera viva necesitaba del sol, etc. etc. etc. El niño me miró fijamente y su silencio me indicó que la respuesta no le satisfacía. Entonces, me puse en el lugar del árbol. Y, ante el asombro de ambos, fui traduciendo la voz de su corteza, de sus hojas y de sus ramazones. En esos minutos vivimos una epifanía inolvidable, hermanados los tres en la conciencia de vida que rige el universo.
Retorné al teclado temblando, saqué el papel del trabajo que hacía, introduje una hoja en blanco y de un tirón escribí Monólogo de un árbol solitario. Desde entonces, los árboles cobraron para mí una existencia diferente. Me detengo a mirarlos donde quiera que estén: pegados a un muro, torcidos por el viento, asomados a la calle, escondidos en una vereda, mostrando siempre la gloria de su presencia, solos o acompañados. Gozo contrastando sus diferencias: colores, hojas, aromas, texturas. Celebro sus floraciones y sus cargas de frutas. Me entristecen sus agonías, cuando me percato de que están enfermos. Y me hieren dolorosamente sus muertes. Podría jurar que cuando tuve que mandar a cortar un árbol que amenazaba con caer encima de mi casa, viví un duelo intenso. Ante mi angustia alguien me comentó: Ni que fuera una persona. Pues sí era una persona, un ser vivo, un habitante de mi patio, de mi casa, de mi ciudad.
En estos días de trancas y protestas he visto con horror la saña inclemente contra los árboles que habitan la ciudad. Algunos son vilmente mutilados, convertidos en tullidos de una guerra que jamás comprenderán.
Otros son cortados de tajo. Sus cadáveres quedan esparcidos por aceras, calles y avenidas, convertidos en desechos y basura. Los árboles, más allá de su sombra, sus ofrendas y sus verdes le dan a la ciudad la promesa de la brisa, de la lluvia, del canto de los pájaros, del refugio para los sueños.
Tanto que se habla del ecosistema. Tanto discurso. Tanto papel. Nada de eso tiene sentido si no se enseña a respetar a los árboles como prójimos, como semejantes. Hay que dar un vuelco a la enseñanza del cuidado ambiental: el homocéntrico es el punto de partida de una espiral de conciencia vital que alcanza el infinito.
En esta espiral están imbricadas todas y cada una de las palpitaciones que llamamos vida: seres humanos, plantas, animales, mares, ríos, lagos, bosques, paisajes y ciudades. Es una suerte privilegiada de interrelación, es una permanente oración de alabanza al Creador del universo, es la comunión eterna.
La sensibilización es fundamental para alcanzar e internalizar estos conceptos que son en definitiva los que permitirán que la vida se mantenga en el planeta. Acá unos fragmentos del libro Monólogo de un árbol solitario. Un árbol que se hizo poeta gracias a la mirada fraternal de un niño.