El mito más celosamente cultivado y mantenido a toda costa por toda dictadura totalitaria es que la sostiene una amplia base de apoyo popular. Con ese cuento elaboran sus libretos y justifican sus atropellos.
La muerte de tal mito aparece en la fábula “El traje nuevo del Emperador”, donde un inocente niño apunta el dedo y grita: “El Emperador está desnudo”.
Una dictadura se desnuda a sí misma si intenta una fuga hacia adelante por medio de un inverosímil fraude electoral en plena era moderna de comunicaciones digitales.
El emperador del cuento tuvo un final inocuo; pero para cualquier régimen que aspire a totalitario, esté en bancarrota, y por añadidura transita sin auténticos líderes, las consecuencias son mucho más graves.
Allí, cualquier fraude en flagrancia tiene efecto catalizador que abre compuertas al desmoronamiento de todo el parapeto: Acentúa la desmoralización de sus huestes remanentes. Auténticos creyentes, que siguieron la novela en todos sus capítulos, encaran centros electorales virtualmente vacíos, que subrayan la realidad de su propia soledad.
Transitar un país paralizado hacia un centro de votación casi desierto, con más guardias que electores, sin atisbo de auténtico júbilo o entusiasmo, es una impactante experiencia aún para el más lerdo de los lerdos.
También la propia legión armada que resguarda el lúgubre espectáculo tiene ojos y oídos. Es testigo de primera línea de la debilidad intrínseca de cualquier régimen que necesite armar una farsa de tal envergadura.
Al tufo del fracaso sobreviene un sálvese quien pueda, que al principio puede ser paulatino, donde se multiplican retiros y deserciones. Una mayoría mercenaria siempre busca acomodar su futuro personal a lo que vendrá después. A la gente no se le compra: Se le alquila… y a plazo.
Pero la consecuencia más dura es en el campo político. En Caracas se dice que “no existe enemigo chiquito”, y quienes conocen los caudalosos ríos de Sudamérica saben de los “caribes” o pirañas, que al menor atisbo de sangre caen sobre la presa y la devoran a pedacitos.
Es algo similar a lo que los amigos chinos llaman Ling-Chi, aquel antiguo ajusticiamiento por mil y un cortes, donde descuartizaban a un reo atado a un poste, depositando los pedazos de su cuerpo frente a él mientras se mantenía con vida hasta el remate final.
Toda dictadura menguada, que a lo largo de su trayectoria se haya dedicado a coleccionar enemigos dentro y fuera de su país, y que por añadidura haya rechazado toda opción de solución política negociada, no puede esperar menos que Ling-Chi.