Un enjambre de niños deambula por la avenida. Brincan en la isla. Corren entre los carros. Se empujan, ríen, juegan. La luz roja les indica que es el momento de abalanzarse sobre las ventanas de los automóviles, compitiendo con el muchacho que insiste en ensuciarme (más de lo que está) el vidrio delantero. Le expreso con gestos que deje de echar agua jabonosa sobre los limpiaparabrisas que he encendido. Me mira con rabia y busca otro carro.
Mientras, una niña de escasos cuatro años, digna imitadora de Marcel Marceau (aquel mimo francés), gesticula pidiéndome dinero o comida, se empina y pega su cara como una ventosa a mi ventana. Coloca sus manitas a los lados de la cabeza para averiguar quién está detrás de los vidrios oscuros, ella no me ve pero yo sí la detallo. Debajo de la mugre se percibe una niña preciosa que debería estar jugando en un preescolar. De pronto aparece otro pequeño que golpea el carro con una lata. Me niego a darles plata pues estoy segura de que son utilizados por los adultos que se han instalado en la plaza: unos fuman, otros descansan acostados en el suelo, otros conversan, la mayoría registra sus celulares. Hay dos adolescentes embarazadas, una de ellas carga a un bebé evidentemente desnutrido.
Saco una galleta del fondo de la cartera y se la doy a la niña. Me la tira a la cara. Dame plata, dame plata -repite una y otra vez- y mete su bracito por la rendija de la ventana. El semáforo ya está en verde. Me da terror que los pisen las ruedas al arrancar. Me da dolor sentir su desamparo. Me da rabia que existan niños viviendo la miseria del abandono y los abusos. Me pregunto por qué les tocó a ellos esa indigencia, me punzan interrogantes sin respuestas. Voy más allá y me repregunto si será posible cambiar sus vidas. Me vuelvo una maraña filosófica de culpas y responsabilidades y en esa cavilación casi me llevo por delante los restos de una reciente guarimba.
Recuerdo entonces la pandillita de Sabana Grande comandados por una criatura de quince años, quienes hace unos meses apuñalearon y mataron en cambote a dos trasnochados para robarlos. Los niños fueron atrapados y entregados a un albergue de menores descarriados. ¿Qué será de ellos? Recuerdo también a unos morochitos que quisieron “regalarme” porque su mamá, una muchacha con discapacidades cognitivas que había sido violada, intentó suicidarse a las horas de haberlos parido. Una pareja amiga, que no podía tener descendencia, quiso adoptarlos para darles un hogar estable. Pero las trabas del sistema de adopción venezolano no lo permitieron. Hoy deben tener como seis años y aún permanecen recluidos en un depósito de huérfanos.
Esos niños (de la patria) crecen como yerba salvaje. El problema es complejo y multifactorial. Los diagnósticos llenan archivos y estanterías. Me consta de movimientos religiosos y organizaciones de desarrollo social que gerencian con una mística admirable, un voluntariado comprometido y poquísimos recursos, diversos programas para atender a los niños abandonados a la suerte, abandonados por sus padres y abandonados por la sociedad. He participado en algunos de estos planes y he comprobado que sí es posible encaminarlos y proporcionarles la oportunidad de una vida digna.
El Estado, que es el gran responsable, ha descuidado las políticas públicas de protección a la infancia. Pero no todo se lo podemos dejar al Estado, como no sea el peso en la conciencia de los dirigentes. Cada uno de nosotros, desde su espacio, desde su desempeño, puede hacer algo a favor de estas criaturas. Y si no, deténganse alguna vez y miren a los ojos de estos niños realengos. Allí late la semilla de un ciudadano del futuro al lado de la semilla de un delincuente. Una de las dos germinará.
Acompañemos una ronda de amigos. Abramos el corazón a la compasión y a la buena voluntad. Alguna cosa haremos…