Asunto de vida o muerte, las venezolanas que viajan a parir en Colombia

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Dayana Zambrano tiene una barriga muy pequeña para sus casi nueve meses de embarazo. El hambre que padeció en una Venezuela en crisis la obligó a migrar a Colombia para recibir atención médica y dar a luz sin que sea una cuestión de vida o muerte.

Está internada en el Hospital Universitario Erasmo Meoz de Cúcuta, ciudad por la que ingresó hace tres meses a Colombia tras viajar más de 1.200 km en autobús desde Ciudad Bolívar (este de Venezuela) para recibir cuidados médicos como lo hacen cada vez más embarazadas venezolanas.

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«Cuando llegué aquí, llegué con muy bajo peso para el tiempo de embarazo que tenía. Gracias a dios el peso mío aumentó y me dijo el doctor que el bebé está bien, solo le faltaba madurar un poquito los pulmones, porque estaban chiquitos», cuenta a AFP esta joven de 21 años.

Su bebé tuvo un desarrollo más lento de lo normal por su escasa alimentación, ya que «no tenía las tres comidas» al día en Venezuela porque prefería dar de comer a su hija de un año. Además el largo viaje hasta Cúcuta junto a su pareja le afectó la placenta y empezó a sangrar.

Aún pálida y delgada, se alegra de sentirse mejor a sus 34 semanas de embarazo, según cuenta recostada en una de las camas del área de urgencias de obstetricia de este hospital público, donde los pacientes venezolanos no pagan nada al igual que los colombianos.

Su decisión es reflejo de una realidad cada vez más dura en el vecino país. A raíz de la crisis la mortalidad infantil aumentó 30,12% en 2016 con 11.466 muertes de niños de 0 a 1 año, y la mortalidad materna se disparó 65%, según cifras del Ministerio de Salud venezolano.

Nada mejorará

En la habitación contigua a la de Zambrano, Joselys Cañas (19) ve con alivio la idea de que su hijo nazca en Cúcuta, adonde se mudó con su madre hace más de un año desde Maracaibo, ciudad cercana a la frontera con Colombia.

Se siente «muy afortunada principalmente porque allá (en Venezuela) no hay medicinas, no hay nada, en cambio acá sí», dice la joven, de ojos color miel, mientras espera recostada a que le atienda un doctor. Aclara, eso sí, que pese a la crisis se siente «orgullosa de ser venezolana».

El número de pacientes venezolanos en el Erasmo Meoz «ha venido creciendo exponencialmente», dice a AFP el gerente del hospital, Juan Agustín Ramírez.

Entre septiembre y diciembre de 2015, se atendió a 655 venezolanos, en 2016 a 2.300 y en lo que va de 2017 a unos 1.400, generando costos al hospital por más de 1,6 millones de dólares, detalló.

En el caso de las embarazadas, «llegan sin ningún control» prenatal y eso las incluye «de manera automática en la clasificación de (alto) riesgo».

«Si se llegara a presentar una tragedia de inmensas proporciones, un desplazamiento de venezolanos, tendríamos que pedir ayuda internacional, a la ONU o a la OEA, para hacer sitios de refugiados donde se tendrían que hacer hospitales de campaña», dijo.

Huir de la violencia

Cuando Marbella Niño (22) dio a luz a Joshier en el Erasmo Meoz todavía le faltaban dos vacunas y, según cuenta, en Venezuela le pedían comprar el kit quirúrgico para la cesárea, pero «no lo conseguía».

«La verdad no tengo los recursos para comprarlo», afirma. En este hospital hasta le regalaron pañales para su bebé, bien muy escaso del otro lado de la frontera.

«Prefería tenerlo aquí, donde le pudieran colocar las vacunas y tener un mejor cuidado», afirma. Dentro de 20 días dejará la casa de una tía donde se hospeda y volverá a Venezuela, pero le preocupa la crisis alimentaria y de salud.

«Imagínese que se enferme (Joshier) allá, que tampoco se consigue nada de medicamentos», dice Marbella.

María, nombre ficticio por ser una adolescente de 16 años, dio a luz a Juan David hace un día y ve muy lejos la posibilidad de volver a Venezuela, por la crisis y porque migró a Colombia con una amiga cuando apenas tenía 13, huyendo del maltrato de sus padres.

«Me agarraban como si uno fuera un balón, me pateaban, me amarraban las manos (…) Yo por eso decidí irme de la casa, alejarme de ellos unos tiempos», cuenta, tímida.

Sus esperanzas se posan en la «maestra» que la acogió en su casa en Tibú, una convulsa zona colombiana en la frontera con Venezuela. Quiero «trabajar para él (Juan David) y para mí y luchar por tener mi casita», dice con gesto infantil.

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