Inevitable referencia, la dictadura no lo ha enviado a casa por gusto, por obra de un súbito arrepentimiento, o porque da señal de una dramática rectificación de intenciones y pretensiones. Incluso, la remisión a casa de Leopoldo López, teniéndola por cárcel, ha dado ocasión para la lisonja de los burócratas que aspiran a la mirada graciosa de Maduro Moros, dándole otros bríos a la adulancia, celebrando nada más y nada menos que un gesto de tolerancia.
Las reacciones van de un extremo a otro, en la acera opositora, siendo más calculada en la de un también sojuzgado mundo oficialista, mientras el carro de la historia marcha inexorablemente y a gran velocidad por el medio de la avenida. En este lado del mundo, hay quienes se quejan por la ausencia de unos bytes de inmediata solidaridad con el recluso político, prodigándole toda suerte de alabanzas, aunque su destino es semejante al de 30 millones de rehenes que definen a la Venezuela actual; o, con una malicia por siempre sospechosa, lo hacen objeto de una turbia negociación política y hasta económica, elevada la queja preferiblemente a muchos kilómetros del país, así gozaren de las garantías que el régimen les concedería para las más inspiradas elucubraciones.
Algún psicólogo social podrá orientarnos respecto a las reacciones que ha provocado la noticia, pues, en clave de telenovela, los hay quienes intentan favorecer al prisionero de guerra que es, mediante campañas que lo arriman a una inaudita frivolidad, e igualmente pretenden descubrirlo como el villano que nos ha sorprendido, disparándole un misil a la mínima confianza que exige el liderazgo político en tiempos –necesario de recalcarlo– de dictadura. Los servicios gubernamentales de inteligencia, la única instancia competente de lo que queda del Estado, demostrado en casi dos décadas, saben muy bien de los resortes emocionales y de los nervios propiamente existenciales que debe punzar, con el fin de confundir y neutralizar, desmovilizar y desmoralizar, tomando por asalto toda consciencia ciudadana.
No han sido pocos los días de un injusto encarcelamiento que ha servido para demostrar el coraje inmenso del venezolano que lucha, de un modo u otro, con los medios enteramente pacíficos a su alcance, contra el proyecto totalitario en curso. LL ha dado un testimonio del cual nos enorgullecemos, marcando una pauta para el desigual combate frente a los elencos del poder inescrupuloso y mal hacemos, favoreciéndolo, inflar conjeturas que hacen de Miraflores una inadvertida sede de los monjes trapenses.
Hablamos de LL, de Antonio Ledezma, de los muchachos de la UPEL insólitamente condenados y reducidos a una lejanísima cárcel común, de los policías metropolitanos de incontables horas tras barrotes, de los ocupantes de La Tumba y de cualquier lugar donde nunca pega el sol, por no citar a los muertos, malheridos, procesados y perseguidos solamente por protestar al amparo de la Constitución. De plantearse alguna discrepancia, por demás, natural, urge del ángulo humano y político para dirimirla, mas no de una fácil y miserable reacción que, no faltaba más, esperada y recreada por los especialistas del régimen.