Llegada las ocho de la noche, las personas debían estar refugiadas en sus hogares, aquel que estuviese en las calles, sería amedrentado por los Buitres, los que, irónicamente, debían proteger la paz del pueblo.
Ellos vestían uniformes negros, eran fornidos, altos, y cubrían sus caras con enormes cascos; cargaban en sus manos fusiles, que usaban con maestría. Desde pequeños eran arrebatados de sus familias y entrenaban arduamente para proteger toda la nación.
La gente temía la presencia de estos y evitaba cualquier tropiezo con ellos, siendo cuidadosos con el tiempo, para que no les llegasen desprevenido. Se rumoreaba que, después de las ocho de la noche, hacían y deshacían con los ciudadanos que encontraban.
Si eran mujeres, las violaban entre todos y, si eran hombres, los golpeaban. No existía ley más que la de ellos. Los sitios nocturnos, como restaurantes y discotecas, se habían extinguido. Solo quedaba vagamente en los recuerdos de las personas.
Durante el día, los habitantes tenían la oportunidad de una sola comida diaria, siendo alrededor de las doce del día. Todos asistían al centro de su ciudad para recibir el plato correspondiente.
Los comerciantes trabajaban en un horario de 2 a 5 de la tarde, vendiendo caldos, verduras, y ropa. Hacía veinte años que el Estado Mayor había ganado nuevamente las elecciones; su poder incrementó, exterminó a los rebeldes e infundió temor a la nación.
Sus bolsillos abundaban de dinero, su panza incrementaba de tamaño. Era pequeño, calvo, y tenía la costumbre de hacer muecas extrañas al hablar. Sus súbitos lo llaman Glorioso, pero para el resto del pueblo, era un dictador.
Sin embargo, nada podía hacerse. Las conversaciones eran vigiladas; así estuviese en un sitio privado e íntimo como el baño, habían cámaras y micrófonos escondidos, que monitoreaban en una enorme empresa ubicada en la capital.
Si alguien osaba hablar mal, en cuestión de segundos, aparecían unos cinco Buitres para llevárselo y encerrarlo; podían durar encerrados días, semanas, y volvían completamente extraños. No recordaban lo que habían dicho y lo más extraño era que apoyaban totalmente al Estado.
Los rumores decían que jugaban con la mente, que hacían experimentos cerebrales o algo similar. Todos lo pensaban, pero poco se comentaba.
Esto le había ocurrido a una joven llamada April Gil. Estando en el baño del cuarto de su casa, se sentó sobre el piso, sollozando. Llena de rabia, impotencia, empezó a maldecir la forma en que vivía, deseando acabar con todo ese poder autoritario.
Al momento en que se paró, secándose las lágrimas y dirigiéndose al espejo para ver su rostro demacrado, tres Buitres irrumpieron su privacidad, lanzando la puerta al suelo, para agarrar de forma agresiva a la pelirroja adolescente. Ella puso resistencia, pero era inútil comparar su fuerza con la de esos hombres.
Esposaron sus manos y la arrastraron hacia la calle, en donde la montaron en una camioneta negra. Su abuela, la única persona con la que vivía, gritó desesperada, impidiendo que se la llevaran.
Los Buitres la empujaron, haciéndola caer en un sillón, y se llevaron a April durante quince días. Al momento de volver, sus ojos habían oscurecido, y no recordaba a nadie, salvo a su abuela, que la esperaba con emoción. Su comportamiento era pasivo, y pasó un mes entero así. Pero al oír una frase, le hizo recordar lo que le pasó…
April decidió caminar por la plaza central luego de la hora de almuerzo. Se sentó frente a la fuente, distraída, mientras a su alrededor los Buitres vigilaban y mantenían el orden. Sus dedos tocaban suavemente el agua.
La sensación que le producía aquello era extraña para ella. De pronto, algo llamó su atención. Un joven, aparentemente de 22 años de edad, pelo corto negro, alto y delgado, se sentó cerca de ella.
Miró hacia los lados y, cuidadosamente, sacó de su bolsillo un papel doblado. Fijó su vista en lo que estaba escrito, y dijo en voz baja, entre suspiros, “al diablo la revolución”. En ese instante, April sintió una corriente por todo su cuerpo; se le vinieron muchas imágenes a la mente, entre borrosas y oscuras, voces que atormentaban su cabeza.
Intentó ponerse de pie, pero un mareo la invadió. Antes de que se cayera al suelo, el joven la sostuvo entre sus brazos; al ver que no reaccionaba y que uno de los Buitres empezaba a acercarse, empezó a caminar, llevando arrastras a la pelirroja.
-¿Ha ocurrido algo?- preguntó el buitre, parándose frente a ellos.
-Nada- negó el joven, sonriendo. Le ha caído mal la comida, es todo. Ya nos vamos a la casa.
El Buitre no pareció muy convencido, pero antes de decir otra cosa, uno de sus compañeros lo llamó para atender un caso de robo. Al parecer, un anciano había intentando robar comida.
No conforme con su plato diario, el anciano le arrebató la bandeja a alguien y salió corriendo en vano, porque al instante un Buitre le propuso una patada en la espalda, haciéndolo caer de rodillas. Empezaron a golpearlo sin piedad.
El pobre anciano pedía clemencia, diciendo que solo tenía hambre, que su plato de comida se lo daba a su nieta para que esta pudiera comer mejor. Evidentemente, los Buitres no pasaban hambre y no entendían aquello, solo se regían a las normas implementadas por el Estado Mayor.
El joven no quiso observar más esa escena, porque lo llenaba de impotencia y nada podía hacer. En ese momento, estaba preocupado por la joven. Salió de entre la multitud que se concentró para ver cómo golpeaban al hombre. Nadie podía decir nada, ni ayudarlo o acabaría en las mismas que el anciano.