Una frase de Nicolás Maduro acaba de ser registrada por la historia, entre las más infelices, torpes y antidemocráticas que haya pronunciado presidente alguno.
«Lo que no se pudo con los votos, lo haríamos con las armas», ha dicho, a todo gañote, el 27 de junio, en el Poliedro de Caracas. Es, tómese en cuenta, la arenga televisada de un Jefe de Estado, en un país incendiado por la violencia en sus cuatro costados, sacudido por una crisis humanitaria no declarada pero real, pavorosa, y en el marco del «Encuentro Nacional de Constituyentes», es decir, frente a los hombres y mujeres a quienes pretende entregarles, el 30 de este mes, la grave tarea de rehacer la República. Es su deseo que la refunden, pues, los mismos fanáticos que ahora justifican y aplauden su demolición.
Maduro se ha agenciado el muy deleznable mérito de superar en insensatez al mismísimo Pedro Carujo, cuando tras la proeza de, para decirlo en su jerga, ponerle los ganchos al presidente José María Vargas, incurrió en la insolencia de gritarle a ese hombre decente: «El mundo es de los valientes». La escrupulosa respuesta del médico devenido en político, es célebre: «El mundo es del hombre justo y honrado». Carujo, por cierto, sería nombrado jefe de tropa de los alzados de 1835 contra el Congreso, y sobre todo contra la figura y la influencia telúrica del general Páez. Carujo encumbrado por esa tropelía, justo así como ahora el coronel Vladimir Lugo es condecorado, gracias a la gesta de ir, primero, a ultrajar en persona al parlamento, y comandar luego su brutal asalto, el 5 de Julio, seguido por una turba bien equipada de todos los aprestos revolucionarios: palos, piedras, tubos, cuchillos.
Por tratarse de un Presidente, es más reprochable el atrevimiento de Maduro al amenazar con imponerse por las armas, que el de José Millán-Astray cuando largó precisamente en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, aquella otra frase grotesca: «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!», gruesa pachotada que Miguel de Unamuno supo silenciar, al vuelo, con solemne severidad: «Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir».
En Venezuela corre una hora histórica en la cual, es evidente, el Gobierno no está en condiciones de hacerle tragar al país su ocurrencia constituyente por la vía de los votos, pero tampoco a punta de fuerza bruta. Un líder solo y al propio tiempo mal acompañado, sin autoridad ni promesa, sin palabra ni obra rescatable, desangelado y predecible, ya sin más cartas por jugar, no podrá vencer ni convencer. Ha infundido en la población las fiebres de un miedo que la miseria, la desesperación y la rabia, trocaron en coraje, en raptos de temeridad, en un incontenible y contagioso desplante de heroísmo colectivo, los jóvenes al frente. Esa inspiración se agiganta en fuerza y fe con un Leopoldo López más cerca de acompañar al pueblo cuando, al fin, se dispone a sellar su triunfo. Además, encasquetarle esa propuesta a una nación asqueada, lanzada a las calles desde hace dos meses por encima de los tanques y las bombas, degeneraría en un fraude tan descomunal como insostenible. Esa es la tragedia a la cual el Gobierno arrastra al país.
Los venezolanos son conscientes de que tolerar la Constituyente de Maduro sería colocarle una lápida definitiva a la democracia y a las libertades. Equivaldría a renunciar en masa y con irreparable deshonra a la condición de ciudadanos, título que Bolívar aseguró preferir al de Libertador. Nos habremos resignado entonces al latrocinio de una camarilla insaciable y a ser esclavos de una doctrina que fracasó todas las veces que fue ensayada, con ancho y devastador saldo de luto y penuria.
Lo ocurrido en el Palacio Federal Legislativo es apenas una muestra. Comenzando porque la Constituyente, con reglas a convenir, disolvería todos los poderes constituidos y vaciaría cada elección posterior. Ninguna de sus decisiones podrá ser revisada. «Muertos todos los pájaros con un solo tiro», ha graficado el economista y analista político Juan José Pérez Sánchez.
Por eso es impropio repetir que el plebiscito del 16 de julio será «simbólico», en el sentido de que no tendría el justo valor. Es sabido que todo símbolo representa una idea y, además, que una sociedad sin símbolos colapsa. Y, por encima de todo, esta consulta, llamada a ser clamorosa, irreprimible, marcará una expresión unánime de desobediencia civil. Más que simbólico, figurado, será un gesto irreverente, incuestionable, vivo, efectivo.