Una atmósfera tenebrosa se apoderó de Barquisimeto este sábado, hasta sitiarla, asfixiándola en los gases de la opresión, y de la más vil infamia.
Desde un poder que se ha apartado, por completo ya, de todo vestigio o ropaje democrático de ocasión, se arrojó a las calles a una manada de irracionales, bajo el amparo de fuerzas llamadas a guardar, precisamente, el orden público, con órdenes expresas de arrasar todo lo que se atravesara en su siniestro camino. Les habían concedido holgada licencia para amenazar, golpear, asaltar, ultrajar, despreciar, saquear… ¡y matar!
Un concejal local del PPT, provisto también él de su respectivo prontuario, como es requisito bajo este régimen, no tuvo empacho alguno en convocar públicamente a las jaurías. Las llamó a salir de sus sombras, para decretar los velos de otra, aún más repulsiva. Espectros sin otra ideología que el delito, y la crueldad, tenían el oficioso encargo de “enfrentar al fascismo”, esto es, aplastar a sangre y fuego a las comunidades, a los estudiantes y amas de casa que protestan por el hambre, por la violencia, ante la clausura del porvenir, y contra un proceso constituyente que desconoce al pueblo, al “soberano”, como poder constituyente originario. Eso, según la letra muerta de la “mejor Constitución del mundo”, la que, según tanto vociferaron hasta hace poco, dejó como “legado” el “comandante eterno”.
Récord de dos muertos en un solo día, repartidas sus cruces por partes iguales entre las fuerzas del mal. Lara pasa a aportar, así, 12 mártires en los fragores de la resistencia en curso. En la avenida Libertador, a diez cuadras de distancia, caerían Rubén Morillo, de 32 años, a manos de uniformados de la GNB, y Fernando Rojas, de 50, víctima de los sicarios armados del oficialismo. Los dos acorralados, y abatidos a sangre fría, con el uso de armas de fuego. Un detalle conmovedor está recogido en el hecho de que, conforme a testimonio gráfico, minutos antes de ser acribillado, el “fascista” Morillo se acercó a los guardias, a sus verdugos, indefenso, calmo, con las manos echadas hacia atrás, en la intención de mediar para que se pusiera fin al conflicto.
En esa orgía de bestias, con uniforme o sin él, que lo mismo da cuando el ”honor” se lleva colgado en las partes más sucias de esta ruindad oficial que nos allana, ningún reparo tuvieron al instante de penetrar a una clínica, la respetable Acosta Ortiz, para acatar el degenerado guión: insultar al personal, golpearlo, aterrar a los pacientes, causar destrozos. “Es lo que se merecen por guarimberos”, aullaban fuera de sí, haciendo ostentación de sus potentes armas y de su desvarío, ebrios de abuso y de bajezas sin límites. Pero además tales hordas, desplazadas en lujosas camionetas con el logo de organismos oficiales, fueron vistas en la avenida Venezuela, a plena luz del día, cuando, desaforadas, cual plagas salvajes, derribaban las puertas de viviendas, a punta de hachazos. En tanto, jóvenes sometidos por los de uniforme, incluso algunos menores de edad, eran esposados con sus muñecas aprisionadas a la espalda, y llevados a rastras, como si, en esa imagen invertida, fuesen ellos los criminales. A algunos los hicieron tragar gasolina. Se procesa la denuncia relacionada con una muchacha (que hasta allá, y más, llega la vesania autorizada), a quien la habrían expuesto al escarnio de, al menos lo que se sabe, apalearla y desnudarla.
¿Qué busca el Gobierno con todo esto?, es una pregunta formulada constantemente. Porque si el propósito es acallar al país, inmovilizar su tejido social, el efecto que se advierte es, ciertamente, uno totalmente contrario. Taponada la salida electoral, la pacífica y constitucional, pareciera que se apuesta a forzar un desenlace abrupto, sangriento, impredecible. ¿Una guerra civil, quizá? Sin equilibrio o contrapeso ninguno entre los poderes públicos, maniatar al parlamento, y ahora también a la fiscal, plantea un enredo legal, institucional, que será muy complicado resolver. No obstante, por encima de sus tumbas, lágrimas y miedos, y escaldada en sus hambres de comida y de esperanza, hay allí una nación dispuesta a ponerse de pie tras cada caída. Es el instante en que la indignación, el desespero, logra superar al temor, hasta eclipsarlo. “Es normal tener miedo, pero ellos tienen el doble”, ha ponderado el padre Jesús Genaro Pérez, “Chulalo”, en su homilía digital. “No pueden dar un paso fuera de su palacio, no se atreven a salir a la calle como lo hace cualquier ciudadano. Tienen mucho miedo. Son cobardes”.
Editorial : Orgía de bestias
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