Al tener conocimiento de la Historia Universal llamó mi atención el Capítulo de La Guerra Santa. Me pareció un contrasentido la expresión. Las Cruzadas constituyen, aprendí después, un referente clave para entender la relación entre la Política y la Religión. Campañas militares apoyadas por la Iglesia para el rescate del Santo Sepulcro y de la Tierra Santa. Un período de violencia santificada que se incubó durante casi doscientos años entre los siglos XI y XII.
Esa impronta eclesiástica se inició con el llamado de Papa Urbano II: “Renuncia a ti mismo, toma tu cruz y sígueme” (Mateo 16: 24) y la respuesta de los religiosos y laicos: “Deus lo vult” (Dios lo quiere) y que aún pesa como legado falaz en la confrontación entre la guerra y la paz, presente en el devenir civilizatorio. Con razón, especialistas en el tema sostienen que «Judaísmo, Cristianismo e Islam continuarán contribuyendo a la destrucción del mundo mientras no cambien el discurso de la violencia en los ‘textos sagrados’ y hasta que no afirmen fehacientemente el poder no violento de Dios». (Jack Nelson-Pallmeyer, dixit).
A inicios del siglo XX, la persistencia del tema acerca de la violencia en las plegarias a Dios, escenificadas en medio de la guerra, es y seguirá siendo objeto de crítica por escritores reconocidos. En 1904, en medio de la guerra Hispánica-Estadounidense en Cuba y Filipinas, Mark Twain (Samuel Clemens), escribe “La Oración de Guerra” (The War Preyer, en inglés). Allí alude, por ejemplo, a los deseos del corazón que se esconden, que no se pronuncian, en las plegarias que se elevan al Ser Supremo por la victoria, sin conciencia y sin meditaciones previas acerca de las consecuencias y efectos sobre el enemigo, los otros. Al invocar a Dios, ten cuidado no sea que al pedir un beneficio para tu causa, esté implícita una maldición para tu vecino. Veamos fragmentos de esa Oración de Guerra:
“Oh Señor, Padre nuestro, nuestros jóvenes patriotas, ídolos de nuestros corazones, se dirigen al frente de batalla – ¡no te apartes de su lado! Desde la dulce paz de nuestros hogares nosotros les acompañamos -en espíritu- a aplastar al enemigo. ¡Oh Dios, nuestro Señor, ayúdanos a destrozar sus soldados y convertirlos en despojos sangrientos, ayúdanos a cubrir sus campos sonrientes con las pálidas formas de sus patriotas muertos, ayúdanos a ahogar el tronar de los cañones con los gemidos de sus heridos retorciéndose de dolor, ayúdanos a destruir con un huracán de fuego sus humildes moradas, ayúdanos a estrangular los corazones de sus inocentes viudas con dolor inconsolable, mancha la blanca nieve con la sangre de sus pies heridos. Te lo pedimos en espíritu de amor, a ti que eres la fuente del amor y fiel refugio y amigo de todos los que están cansados y buscan tu ayuda con corazones humildes y contritos. Amén”.
En los tiempos actuales, esa reflexión revela, además, el fanatismo religioso y el patrioterismo ciego para justificar lo injustificable: el exterminio entre prójimos. Se glorifica a los inocentes, víctimas de la violencia, ahora mártires de la resistencia.
Nota al margen: Ofrezco mis disculpas a los lectores por el lapsus mentis-calamis al citar en mi último artículo a J. V. González como autor de “Venezuela Heroica”, por Eduardo Blanco. Pido perdón por la confusión que hubiese podido generar tal equivocación.