El Espíritu Santo es nada menos que la presencia de Dios en medio de nosotros: “Mirad que estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). Y es nuestro Maestro y nuestro Guía mientras vamos a la meta a la cual hemos sido llamados: el Cielo prometido a aquéllos que cumplan la Voluntad de Dios.
El Espíritu Santo nos asiste a los seres humanos en muchas cosas. Quizá la principal sea aquélla de santificarnos, es decir, de hacernos santos. ¡Menuda tarea la del Espíritu Santo!
Y ¿cómo hace el Espíritu Santo esa tarea? ¿Cómo nos va santificando? Su labor es imperceptible, pero de que la hace, la hace. El problema es que algunos colaboran con El y otros no. Y mayor problema aún es que, si no colaboramos, el Espíritu Santo no puede hacer su labor. ¿Qué tal?
Con suaves inspiraciones, cual suave brisa (1 Reyes 19, 12) nos va inspirando para llevarnos y mantenernos en el camino de la santidad.
Se ha comparado el Espíritu Santo con el viento, con esa suave brisa que sopla donde quiere (Jn. 3, 8).
Entonces, si el Espíritu Santo es como una suave brisa, nosotros debemos estar pendientes de percibirla. Eso significa que debemos estar atentos a las inspiraciones del Espíritu Santo. Pero ¡hay tanto ruido para oírlas! Por eso hay que buscar momentos de silencio. Y al oírlas, algo hay que hacer al respecto ¿no? ¿Qué? Habría que ser dóciles a esas sugerencias, para poder andar por esta vida guiados por Él hacia nuestra meta definitiva.
El Espíritu Santo es el Espíritu de la Verdad y es nuestro Maestro. Eso nos lo dijo Jesucristo: “Tengo muchas cosas más que decirles, pero ustedes no pueden entenderlas ahora. Pero cuando venga El, el Espíritu de la Verdad, El los llevará a la verdad plena… El les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que Yo les he dicho” (Jn. 16, 12 y 14, 26).
Es el Espíritu Santo Quien nos lleva a conocer y a vivir todo lo que Cristo nos ha dicho; es decir, nos lleva a conocer y a aceptar el Mensaje de Cristo en su totalidad: nos lleva a la Verdad plena.
¿Qué sucedió en la primera venida del Espíritu Santo? Antes de Pentecostés vemos a los Apóstoles temerosos y tímidos, torpes para comprender las Escrituras y las enseñanzas de Jesús.
Pero luego de recibir el Espíritu Santo en Pentecostés, cambiaron totalmente: se lanzaron a predicar sin ningún temor y con gran poder de lenguaje y sabiduría. Comenzaron a llamar a todos a la conversión, bautizaban a los que acogían el mensaje de Jesucristo Salvador. Formaron discípulos, organizaban comunidades, asistían a los necesitados. Y, los antes cobardes que se escondieron de los que mataron a Jesús, aceptaron después sufrir persecuciones, llegando incluso hasta el martirio.
¿Cómo pudo suceder toda esta trasformación? El que causó ese cambio tan radical fue el Espíritu Santo. Pero hay que observar
cuál era la actividad principal de los Apóstoles antes de la venida del Espíritu Santo: “Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu… en compañía de María, la Madre de Jesús… Acudían diariamente al Templo con mucho entusiasmo” (Hech. 1, 12-14 y 2, 46).
Para que el Espíritu Santo pueda santificarnos, hay que oírlo. ¿Cómo se oye? El “audífono” es la oración: oración perseverante, frecuente, con entusiasmo, con la Santísima Virgen María. ¡Ven, Espíritu Santo!
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