Me ha hecho mucha falta el latín. ¿A quién se le ocurre escribir ahora sobre una lengua muerta cuando vivimos una etapa crítica en el país? A mí, justamente como tema de distracción de las angustias, de descanso para la tensión reinante. Por eso les quiero contar mi historia sobre esta falta.
Empecé a estudiar el bachillerato en el Colegio Superior de Señoritas en San José de Costa Rica. Con esa parsimonia inteligente de la educación tica, pasé todo el primer año aprendiendo a leer y pronunciar el latín. Al profesor lo llamábamos don Manuelorum. Un señor alto, delgado de mediana edad, de pinta muy propia para su cátedra. Cursando el segundo año, regresamos al país después de un lustro de exilio. En octubre de 1941 inicié de nuevo el segundo año en el Liceo Lisandro Alvarado de Barquisimeto. Mis compañeros estaban también en su segundo de latín, sabían o debían saber mucho más que yo, mas no me ganaban en pronunciación. Recibí unas pocas clases especiales, capa superficial con el único fin de pasar los exámenes. Poco tiempo después, en Caracas, recibí otro toque ligero con las jóvenes de Acción Católica. La santa misa era en latín y la contestábamos en esa lengua con nuestros misales bilingües. Esa fue toda mi cultura latina.
Dos circunstancias me remiten a la primera frase de este artículo: la lectura de libros de espiritualidad, filosofía y teología que nos lanzan grandes latinazos sin traducción; y las obras de arte que encontré en mis viajes a Europa, sobre todo escultóricas, con leyendas grabadas en latín. Me di cuenta, con vergüenza y dolor, de mi pobre formación cultural. Me propuse, aunque muy tarde, a reparar esto.
El presidente Luis Herrera Campins ordenó el día de parada. Era Directora de Extensión Universitaria de la USB. El horario iba de 8 a.m. a 4 p.m., cuando aquél me tocaba, no podía entrar a la autopista antes de las 6 p.m. Resolví recibir clases de latín en Prados del Este con una profesora de la UCV. Enseñaba el latín clásico, de diferente pronunciación, donde Cicerón se dice Kíkero y el famoso de Veni, vidi, vici de César, Weni, wedi, wiki; a mí me interesaba el vulgar de la Iglesia. Demasiado esfuerzo y renuncié, también porque el nuevo gobierno quitó el día de parada y por enfermedad de la profesora.
Días de reclusión, por edad, no estoy para marchas ni gases lacrimógenos; me he visto obligada a oír la misa por TV. Además de la de Medellín que transmite TV-Familia, encontré una en el canal católico de los Estados Unidos, fundado por la famosa Madre Angélica. Ahí el oficio ordinario, en manos de frailes franciscanos, es cantado y en latín, salvo las lecturas. ¡Con nostalgia y placer vivo el esplendor litúrgico de mi infancia y juventud!
Sabia decisión del Concilio Vaticano II el mandato de la misa en idioma local, el pueblo entra más en ella. Sin embargo, dejó la recomendación de que al menos una misa en latín se dijera en los templos donde hubiese varias, para no perder esa lengua primitiva y universal de la Iglesia, que nos hace sentir en campo conocido y querido en cualquier lugar del mundo. No se ha cumplido y la lengua del Lacio, madre del español, portugués, francés, italiano y rumano, como de mucha presencia en otras lenguas, va quedando proscrita. Habría que rescatarla en nuestros templos acatando la recomendación mínima del Vaticano II.