Con un disparo en el pecho, Alejandro Caro se desplomó de su moto cuando patrullaba en un pueblo del norte de Colombia, víctima de las bandas criminales que tienen a la policía en el punto de mira y dejaron 11 muertos en un mes.
La madre del agente, Consolación Jabe, aún trata de entender un homicidio del que se enteró por teléfono. Conversó con su hijo, de 25 años, a media mañana el pasado viernes y después empezaron a llamarla amigos y parientes preguntando por él. Ella trató de localizarlo, pero no tuvo suerte.
“En eso me llamó la esposa de él y me dijo que estaba muerto”, dice Jabe a The Associated Press. Habían pasado tres horas.
Desde finales de abril, la policía se ha convertido en el principal objetivo militar del clan del Golfo, la mayor banda criminal del país, y otros grupos armados ilegales financiados por el narcotráfico que pagan a sus sicarios hasta dos millones de pesos (unos 600 dólares) por cada agente muerto.
Estas bandas nacidas de la desmovilización de paramilitares hace una década ganan terreno por el repliegue de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) tras firmar un acuerdo de paz con el gobierno.
Según interpretan las autoridades, esta violencia es una reacción al endurecimiento de la lucha contra el narcotráfico similar a la que impulsó Pablo Escobar en los últimos años de su vida, entre 1989 y 1993. Por eso en Colombia vuelven a hablar de “plan Pistola”, como bautizó el propio Escobar a su ofensiva, que acabó con más de 500 policías solo en Medellín.
Jabe, de 61 años, supo luego que su hijo había sido víctima de una emboscada y que le dispararon con un fusil en Pueblorrico, una localidad montañosa de unos 8.000 habitantes a tres horas de Medellín, donde trabajaba desde hacía seis meses.
Días antes, el 16 de mayo, una mujer de 30 años llamada Jennifer Macías fue notificada sobre la muerte de su marido: según le dijo el subteniente Wilber Muñoz, había muerto en la madrugada en un enfrentamiento en el pueblo minero de Segovia, también en el departamento de Antioquia. “Llevaba unos días diciéndome ‘están matando a mucho policía’, pero nunca pensé que le fuera a pasar a él”, susurra.
Además de los 11 fallecidos, esta arremetida ha dejado decenas de heridos en ataques en distintas zonas del país, en especial en el norte y en el convulso golfo del Urabá, fronterizo con Panamá, con presencia histórica del narcotráfico. Los policías recibieron órdenes de tomar medidas de seguridad, como andar siempre en parejas o llegar a su turno vestidos de civiles. También se alternan los chalecos antibalas y por órdenes recientes del gobierno incluso el ejército empezó a acompañarlos en sus labores.
“En Colombia cada vez que un grupo criminal recurre a asesinar policías, lo hace como una medida desesperada para tratar de distraer los esfuerzos operacionales (del Estado)”, explicó a medios el vicepresidente Óscar Naranjo, exjefe de la policía y clave en la lucha contra el narcotráfico desde el auge del cartel de Medellín en los años 80.
“Esa organización criminal sabe que el ‘plan Pistola’ no es sostenible y que por poderosa que sea la señal, lo que manda al interior de esas instituciones es una señal de debilidad”, agregó.
Solo en 2017 han sido requisadas toneladas de cocaína al Clan de Golfo y capturados unos 500 de sus miembros, el último importante, el 3 de mayo, pero Dairo Antonio Úsuga, alias “Otoniel”, líder de la banda, sigue fugitivo.
El clan del Golfo, también conocido como clan Úsuga, tiene la mitad de los integrantes que tenía en 2010, es decir, unos 1.500, según el ministerio de Defensa. El año pasado, el gobierno autorizó los bombardeos aéreos contra las tres principales bandas criminales, un medida que se había suspendido desde que amainó el conflicto con las FARC.
Sin embargo, en Colombia, el mayor productor de hoja de coca del mundo, los cultivos ilícitos están más extendidos que nunca en los últimos 20 años, tras un aumento de 18% en 2016. Este incremento ha provocado una sobreproducción de cocaína que, para el director del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos Jorge Restrepo, pudo haber impulsado a los clanes a buscar estrategias para “ocupar” a la fuerza pública y dejar la vía libre a la exportación de la droga.
“Creo que sí existe un fenómeno de terrorismo, pero a diferencia de lo que vimos en el pasado, estos grupos no tienen objetivos políticos definidos”, explica. Otro de los objetivos podría ser la necesidad de abrir caminos para la fuga de los jefes narcotraficantes después de meses de persecución policial.
Aunque el nivel de violencia está en mínimos en comparación con la época de la guerra, la inestabilidad tras la firma de los acuerdos con las FARC también disparó los ataques a líderes sociales en zonas rurales. Solo el clan del Golfo entró a unos 70 municipios controlados tradicionalmente por la guerrilla, según Restrepo, que califica la situación actual como “proceso de transformación del conflicto”.
Para Jennifer Macías, está claro, sin embargo que “la paz no sirve”.
“Paz no hay, mire todo esto cómo está”.