Un papa latinoamericano tenía que levantar cierta polvareda. Al principio la novedad, el asombro, la aprobación. Después, el seguimiento crítico: que si dijo, que si no dijo, que si fue y no ha debido ir, o viceversa, que si se pronunció o no se pronunció. Ya se olvidaron de su humildad, su pobreza voluntaria, su afabilidad, su preocupación por los marginados, antes tan elogiadas; ahora las palabras cogen otro rumbo hasta la grosería. ¿Qué pasa? Que cada quien quiere un papa a su medida.
Hasta los mismos católicos se olvidan de este adjetivo que los caracteriza: católico significa universal. La Iglesia Santa, Católica y Apostólica no es para partidos, ni parcelas de pensamiento, ni siquiera sólo para los católicos, ni los “buenos”, es para la criatura humana y la naturaleza entera enclavada en este planeta. La humanidad, según los pueblos y naciones de que está compuesta, tiene múltiples maneras de ser, pensar y actuar, por sus creencias, tradiciones, costumbres, es decir, su cultura. Somos diferentes, gracias a Dios, porque el mundo sería muy aburrido si fuéramos todos iguales.
La Iglesia Católica lo es de todas estas diferencias: de sus fieles y de los que no lo son, de sus amigos y enemigos, de los creyentes en Dios y de los ateos, de los bautizados y de los que no. Cualquiera que lea el Evangelio, aunque sólo sea a San Mateo –aunque la gente no lo lee o no asimila- se encuentra con el perenne mensaje de Cristo: no vine para buscar a los buenos sino a los pecadores, los sanos no necesitan ser curados sino los enfermos, busco la oveja perdida que se separó de las otras 99 del rebaño, si te pegan en una mejilla, ofrece la otra… Compartía con los publicanos, sus discípulos no se lavaban las manos para comer, aceptaba que una pecadora lo bañara de perfume y lágrimas. Pues bien, todo esto escandalizaba a los fariseos y sigue escandalizando a los fariseos de hoy dentro de la propia Iglesia.
El jefe supremo de la Iglesia Católica debe actuar como el propio Cristo, puesto que es, en acertada expresión de Santa Catalina de Siena, el dulce Cristo en la tierra. Va hacia los pueblos más enfermos y desasistidos, con dictadores desalmados, hambre, persecución, presos de conciencia. Le piden que intervenga, aconseje, medie entre gobiernos y oposiciones. No se lo deben pedir, pero cometen el error de hacerlo y después quieren que tome partido. ¿Cómo, el Sumo Pontífice diciendo estos son los buenos y estos son los malos? ¿El Vicario de Cristo, Pastor del mundo, definiéndose políticamente? ¡Dios! ¿Dónde quedaría esa paternidad universal que le ha sido confiada?
Para eso están las iglesias locales. Las conferencias episcopales de cada país que deben luchar por la libertad, la justicia, la moral, la convivencia y la paz en su pueblo, señalar el error de los gobiernos de turno, animar a los ciudadanos a actuar en política y sacudirse los yugos. Es lo que quiere, aprueba y manda la cabeza visible de esta Santa Iglesia Católica y Apostólica que es monolítica, jerárquica y eterna. Siempre se salva de las tempestades inmensas que se han agitado en su seno a través de la historia.
Francisco está actuando sin desviarse del mandato de Cristo. Es así de simple, pero no lo entienden los criticones de siempre.