Maximiliano Pérez, defensor de la caficultura y de la familia caficultora, confiesa sentir el más grande amor por su padre, el médico Epifanio Antonio Pérez Pérez, y profundo respeto por la amistad.
Siente gran preocupación por el desenvolvimiento de la ciudad, ya que considera que se ha perdido el arraigo de los barquisimetanos y por falta de decisión de las autoridades municipales, se ha dejado que la anarquía prolifere por doquier.
El presidente de la Asociación de Caficultores de Venezuela y miembro de la Red de Instituciones Larenses fue el invitado del arquitecto Juan Manuel Carmona, director de EL IMPULSO, para el Desayuno Foro, que es el espacio oportuno no sólo para referir vivencias, sino también para expresar opiniones sobre el entorno donde habitamos.
-¿Dónde naciste?
-En la carrera 16, casa número 30-66, a cuadra y media del Parque Ayacucho. Mi madre, Aura Rosa Apóstol de Pérez, dijo que ella no iba a parir en la maternidad porque mi papá, Epifanio Antonio Pérez Pérez, era médico. Y también allí nació mi hermana, Altair, nombre que le dio mi padre por la estrella más brillante del cielo.
-¿Dónde estudiaste?
-En la raíz del Instituto Educativo San Vicente, el Colegio Mariano Martín, que estaba ubicado en la carrera 15 con la calle 43. Allí cursé los primeros tres años porque el padre Felipe, que era el director, me dio un coscorrón por haberme peleado con un compañerito en el Parque Ayacucho. Mi papá se molestó y me inscribió en el Instituto Educacional Venezuela, situado en la carrera 18, entre las calles 23 y 24, detrás de la Seguridad Nacional. Esa fue la primera institución privada, fundada por Carlos Sequera Cardot, quien había ideado el proyecto de llevarla hasta el nivel universitario. Terminé el bachillerato con el mejor equipo de educadores que existía entonces: Horacio Rivas Mijares, Carlos Abia, Magda Castillo, Rafael Segura y Pablo Chiossione, quien me dio Formación Social, Moral y Cívica.
-¿Cómo eras de estudiante?
-Hasta el sexto grado, el mejor. Pero, después, inquieto.
-¿Qué hacías?
-Travesuras con otros dos compañeros, Ucrania Alvarado, la hija de Juancho Alvarado, y Rolando Louet, hijo del cónsul de Francia. Colocábamos chinches en los pupitres y hacíamos otras cosas, que nos facilitaban los artículos que comprábamos en la Casa del Truco. Una vez le escondimos el equipo al profesor Abia, que nos daba Química, pensábamos que no tendríamos clases; pero, no resultó porque los químicos siempre tienen cómo resolver una situación y fabricó un mechero. Y recuerdo que reventábamos cohetes para que nos dieran más rápido las vacaciones en Semana Santa.
-¿Qué recuerdos tienes de tu familia?
-Lo que más sorprendía en aquellos tiempos era que mi mamá fue la primera mujer en manejar un carro en Barquisimeto. Y con mi hermana y yo, como acompañantes, íbamos a Caracas por un trayecto de tierra que duraba 14 horas. De aquí hasta El Palito, luego había que llegar a Las Trincheras, después a Valencia y más tarde a Los Teques, para seguir por la carretera vieja hacia Caracas.
-¿Y de tu padre?
-Nació en el caserío Santa Marta, donde mi abuelo tenía una finca de café. Lo presentaron en Humocaro Alto. Y recién nacido al enfermar lo llevaron al pozo de San Antonio, donde se decía que sus aguas curaban. Mi abuelo quería que se quedara trabajando en el campo, porque ya había aprendido las cuatro reglas, que era entonces lo fundamental para trabajar, ya que se podían hacer operaciones matemáticas. Pero él dijo que quería ser médico y tal fue su empeño en estudiar que logró ser enviado a Caracas. El 7 de abril de 1928 se unió a los estudiantes que protestaban contra Juan Vicente Gómez y lo llevaron a prisión, primero a La Rotunda y después al cuartel San Carlos, donde estuvo, entre otros, con Raúl Leoni. Después se especializó en La Sorbona, de París. El primo de mi padre, Juan Pablo Pérez Graterol, quien también fue médico, fue comunista y se fue a Araure, donde además se dedicó a la educación. Cuando murió los estudiantes pidieron que su nombre se lo dieran al liceo. Su forma de ser fue muy distinto a quienes hoy se dicen revolucionarios.
-¿Qué pensabas estudiar después del bachillerato?
-Ingeniería Industrial. Comencé en la Universidad de Carabobo y al terminar el cuarto semestre me casé con Nancy Laclé, después de ocho años de amores. Tenía que trabajar y decidí estudiar de noche administración, pero hice hasta el noveno semestre porque me fui a la Ford Motor, donde estuve como asistente. Después a Motocar y más tarde a Sears. En 1978 mi padre, que siempre trabajó en Barquisimeto, enfermó de cáncer en el páncreas. Venía yo, acompañado de mi hijo Ramón Antonio y María Beatriz, de 8 y 4 años, respectivamente, a verlo todos los días. Salía del trabajo, pasaba la noche y me iba en la madrugada a Valencia, para cumplir con mi trabajo. Al morir, regresé con mi familia y empecé a trabajar con Luis Saldaña en el sector inmobiliario. En 1981 no quise tener más jefe y fundé SP Inversiones. Pero en el 82-83 hubo una contracción fuerte en ese ramo.
-¿Cómo has visto el crecimiento urbanístico de Barquisimeto?
-Barquisimeto nació como la ciudad más ordenada del mundo. Nos dábamos el lujo de indicarle a cualquier ser la dirección más precisa por la forma cuadriculada en que fueron trazadas sus calles y carreras. Sin embargo, al producirse las invasiones de terrenos, se formó el desorden y llegó la anarquía.
-¿No se tomaron las normas?
-Las normas siempre han existido. Así como está ocurriendo hoy con la Constitución y las leyes, que no se respetan, ha pasado con las ordenanzas. Lo que ha fallado es la aplicación. Y el problema se ha agravado con el populismo de los gobernantes. El Presidente de la República ha dicho alegremente que el pueblo sabe construir sus casas. Por eso es que las hacen sin tomar las previsiones sobre el terreno o sin tomar en cuenta la posibilidad de incorporarle los servicios indispensables. Y lo más grave es que los propios organismos públicos violentan las leyes y las normas como hemos visto con la construcción de viviendas en el cono de seguridad del aeropuerto de Barquisimeto. La Fundación Venezolana de Investigación Sismológica (Funvisis) ha alertado sobre terrenos donde no se puede construir, pero ya vimos lo que pasó en El Pedregal, donde muchas viviendas se fracturaron porque estaban por encima de la línea de la falla sísmica.
-¿Qué es lo más que te preocupa de la ciudad?
-La pérdida del arraigo de mucha gente. Casi ya no lo hay. Eso sucede cuando no hay sentido de pertenencia. Y por esa misma circunstancia se ha dejado que prolifere la anarquía.
-¿Cómo te interesaste por el café si naciste en la ciudad y no en un campo cafetalero?
-Yo vine a conocer Santa Marta después que murió mi padre, quien había ido cuatro o cinco veces en su vida a ese caserío. Quise saber el sitio donde él había nacido y lo que quedaba de la finca, que fue resguardada por unos parientes, hijos de un tío que fue muy prolífico. Llegar a ese lugar era muy dificultoso porque no había sino una carretera muy accidentada. Me causó preocupación que no hubiera ni siquiera una escuelita y toda la gente viviera en ranchos de bahareque y paja. Los pocos niños que aprendían lo hacían bajo una mata de mangos. Me comprometí a conseguirles unos pupitres. Acudí a Ordec, que era el organismo de desarrollo comunal, pero me prometían conseguírmelos, pero no cumplían. Logré por mis medios los pupitres y se los llevé. Y como me interesaba lo del café porque mi abuelo había logrado hacer su vida gracias a ese cultivo, me entusiasmé.
En el 92-93 fue asesor de Uproca, una cooperativa de Guarico, que logró del Banco Caribe un préstamo de dos mil millones de bolívares, que fueron pagados puntualmente. Se logró exportar café a Europa al punto que en Alemania la empresa Arko produjo el Café Venezuela, cuyo envase tenía como lema 100 por ciento café con cultura. Cuando vino Hugo Chávez a Morán me correspondió dirigirle la palabra y le hice mención a ese hecho. Pero, a pesar de que el entonces Presidente de la República declaró a Santa Marta vitrina del café venezolano, no se ocupó de la caficultura. Hoy el café que se consume en el país es 95,2 % importado y el resto es venezolano; es decir, 4,8 %. La mayoría del grano viene de Nicaragua. De 85 mil familias que vivían de la producción, apenas subsisten 8 mil. De los 240 ranchos que hay en Santa Marta, apenas hay dos letrinas: las de la escuela.
-¿Cuál es el valor al que le das mayor importancia?
-A la amistad.
-¿Y qué es lo que más te llama la atención?
-Considero que la felicidad. Los seres somos felices en la medida de que tengamos ingresos suficientes para nuestras necesidades.
Y yo creo que la justicia es buena para ti como para mí cuando nuestros derechos no afecten a los demás.