#Opinión ¿Estoy dispuesto a morir?

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Corre el mes de abril. Otro año, la misma calle, más arrechera. El único legado que dejó aquel populista militar fue odio y aún hoy lo seguimos padeciendo. Como ha sido costumbre estos días, la Guardia Nacional [cuyo lema “el honor es su divisa” ahora nos produce no menos que un ataque de acidez] despliega su incontenible furia contra cientos de miles de manifestantes que pedimos libertad y elecciones.

Bombas, humo, tanquetas, estruendos vuelven a la escena. Cabe destacar que nos vamos acostumbrando a ellas, pero cada quien a su respectiva distancia. Emprendemos retirada – demasiada gente para correr – y entre la multitud, las piernas de mi padrino destacan entre las menos ágiles. A medida que pasan los años parece que la responsabilidad asumida en la pila bautismal se invierte.

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“Por aquí no, sigue por la autopista, muévete viejito, móntate en esa isla” voy dando instrucciones, pero igual nos vamos rezagando y nuestros compañeros de marcha se dispersan, escapando cada quien por su cuenta. Entre la angustia y el desespero, mi padrino con sus ojos enrojecidos cae – cual largo es – en plena vía y al volver la vista atrás quedamos junto a los jóvenes traga-bombas y las tanquetas endemoniadas. Bajo la mirada, trato de cargarlo y una bomba va volando hacia nosotros por un costado. Entro en pánico y al no poderlo levantar corro unos metros más adelante, mientras un par de héroes anónimos con máscaras anti-gas lo socorren.

Aún en medio del bombardeo me tranquilizo, ajusto la máscara de buceo que llevé, empapo el pañuelo con más bicarbonato diluido en agua y volteo de nuevo a buscar a mi padrino entre las latas de humo que revolotean alrededor. Tal como le escuché a Tomás Vivas [el joven merideño que toca el cuatro mientras nos reprimen] ese momento parece vivirse en cámara lenta. Ya no se escuchan las bombas, te acostumbras a transitar en un campo lleno de humo, ves volar cosas en todas direcciones y aun así me encuentro ahora sorpresivamente relajado, al punto de sacar el teléfono con esa obsesión que tenemos en esta era digital de documentar todo.

Hemos marchado desde la proclama del decreto 1.011. Hemos recorrido cada calle de Caracas pidiendo elecciones, renuncias, derechos, paz, alimento y un larguísimo etcétera. Hemos enfrentado la muerte cientos de veces. Pero nunca – como en este 2017 – me he cuestionado tan en serio si estoy dispuesto a morir.

Sé que tal vez esta interrogante suene desproporcionada o hasta chocante. Incluso que suene pedante tirárnosla de mártires. Quizás la mayoría piense que la época en que la gente daba la vida por la Patria o la independencia quedó para los libros de historia. Pero acaso, consciente o inconscientemente ¿cada vez que salimos a la calle a protestar desprovistos de cualquier protección [o hasta literalmente desnudos] no nos estamos jugando la vida?

Mis anécdotas son cada vez más cercanas. Mi padrino, mi papá, mi primo Andrés [dado de alta ayer luego de fractura de cráneo] afortunadamente viven para contarlo. Pero hoy #26Abr un joven estudiante [Juan Pablo Pernalete] murió por el impacto de una bomba lacrimógena en su pecho, en el mismo asfalto que recorríamos nosotros.

Obvio que no quiero morir. Obvio que quiero ver a mis hijos crecer. Obvio que hay mucho trabajo por hacer y que nos necesita vivos. Pero aún conscientes que mañana puede tocarnos la suerte de Juan Pablo [o tantos otros asesinados por este régimen] seguimos saliendo.

Está pasando algo importante en Venezuela, está pasando algo trascendental. Pareciera que estamos dispuestos a jugarnos la vida individual por valores colectivos. Pareciera que nos jugamos la vida a cambio de un país con justicia. Pareciera que nos jugamos la vida por el rescate de la dignidad. No es cuestión de heroísmo, pero en la práctica, estamos saliendo millones de personas cada día dispuestos a sacrificar nuestras vidas, por un sueño llamado democracia.
26 de abril de 2017

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