Hoy más que nunca el mundo necesita mensajes de esperanza y aliento para vencer todos los miedos que nos acorralan, que son muchos y variados.
Para empezar hace falta superar las divisiones. Necesitamos trabajar juntos, cuando menos para dignificarnos como especie. Por desgracia, persisten demasiadas situaciones en las que la ciudadanía es considerada como un mero objeto de mercado.
Ciertamente, cohabitan entre nosotros excesivas cámaras de torturas. Por otra parte, el concepto de derecho ya no se asocia al de deber. De igual modo, confundimos lo esencial con lo complementario. A todo este calvario de despropósitos, hay que sumarle la oleada de falsedades que, aunque son tan antiguas como el árbol del Edén, hemos de reconocer que son como una bola de nieve, cuánto más rueda, más grande se vuelve.
Tanto es así, que a veces pensamos que vivimos en el mejor de los mundos posibles. No vemos, o no queremos ver, la desesperación de algunas gentes por subsistir. En efecto, las diversas esclavitudes y la trata de personas no son cosa del pasado, como tampoco lo es la falta de respeto y consideración hacia una vida humana o en gestación. Ni nuestra indiferencia, ni la impunidad, puede omitir este tipo de escándalos, en beneficio de intereses económicos.
Ante esta atmósfera de silenciosa desesperación, el descontento se acrecienta, provocando un sentido de frustración que nos empuja a la locura. Es necesario poner atención y reflexionar profundo para no caer en errores que pudiéramos haberlos evitado. Ante este contexto de perversas apariencias, pienso que es vital discernir, unirse a ese «todos nosotros, la ciudadanía», con una apuesta rotunda por otro estilo de vida, más autentico, más del ser humano, más de todos y de nadie en particular. Dejemos de ser poderosos para ser más servidores del colectivo linaje.
La cuestión es que prevalezca la ayuda recíproca y que podamos caminar en confianza los unos con los otros. En los demás justamente está el gozo de nuestro vivir. Pensemos en esto, en mantener vivo el corazón, reconociendo la centralidad de la persona humana. De ahí la necesidad de generar empleo, que por sí mismo ya es proteger a las personas, puesto que es la manera de hacer frente a la desigualdad y a la injusticia social. Desde luego, no puede haber un desarrollo pleno, de avance real, si no contamos con esa estética de equipo, de bien espiritual y moral que todos necesitamos llevarnos a los labios cada mañana. Ojalá hallemos ese equilibrio entre la desilusión y la esperanza, lo que promoverá acciones positivas que es lo que nos hace falta en el planeta.
La especie humana, y por ende, todas las culturas, tienen que tomarse en serio el valor de ellas mismas, y de ellas en su conjunto. Las gentes no pueden permanecer abatidas, y aún peor adormecidas y sin porvenir alguno. Prácticamente en todo el mundo, las ciudades son el lugar de destino de quienes huyen de la pobreza, los conflictos, las violaciones de los derechos humanos, o de aquellos que buscan reconstruir una vida mejor; obviándose el potencial de la economía rural, que aún ahora es una fuente sin explotar de empleos decentes y de crecimiento. En consecuencia, hemos de salir de este agotamiento y se me ocurre que prestando una mayor atención a las políticas para el desarrollo de nuestros pueblos, favoreciendo un crecimiento agrícola inclusivo para mejorar los ingresos y la seguridad alimentaria, promoviendo la diversificación económica y estimulando la transformación productiva para el empleo en el campo, garantizando asimismo la sostenibilidad y aprovechando los beneficios de los recursos naturales. Comprendo, por tanto, que por muchos que sean los dramas humanos, hemos de seguir alimentando la utopía, con la seguridad de que palpitarán nuevas realidades. Indudablemente, nunca debe ser tarde para un ser pensante enhebrar nuevos horizontes que nos permitan abrazar la vida en familia; al tiempo, que hemos de activar la obligación de pensar, cada cual consigo mismo, en un diseño existencial más social y compasivo.