Era un soñador impenitente. Sus anhelos se cumplían por los aires, sobre nubes de ilusiones, acelerado por una vida sin sosiego, como si el tiempo se acabara en cada segundo transcurrido.
El mazatleco no tenía espacio mental para planificar. La inmediatez era su signo. La fama lo atrapaba junto con las mujeres, los aviones, su andadura por todas partes. Aquel 15 de abril abordaba el viejo aparato Consolidated B-24 Liberator de la empresa Tamsa -usado en la Segunda Guerra Mundial- con la misma prisa de siempre. Sus compañeros eran un piloto, un asistente y la imperceptible sombra de la muerte.
Horas tempranas en la bucólica Mérida. El ruido del avión interrumpía la tranquilidad de la localidad yucateca. Unos minutos más tarde una señal desesperada y la caída sobre las calles 54 y 87. Cuerpos carbonizados. México entraría en colapso minutos después. Llanto, dudas, urgencias, dolor sin mengua, luto total.
Pedro Infante abordó su vuelo final. Era el cierre de una pasantía increíble por el mundo terreno. Se abrían las compuertas para su elevación a la eternidad. Un despegue que jamás terminará.
60 años después de su fatídico tránsito, la popularidad de José Pedro Infante Cruz (Delfino Infante- Refugio Cruz, sus padres) crece con la fuerza de un prodigio increíble. Sus discos son los más solicitados cada año, como si alguna novedad trajese cada edición. Los ídolos de su estirpe no pierden vigencia. Más bien ganan terreno en el corazón de sus seguidores.
Aquel hombre de cuerpo atlético nacido en Mazatlán el 18 de noviembre de 1917, supo entrar en el recóndito sentimiento de toda América. Fueron más de 60 películas y unas 310 grabaciones desde que iniciara con un 78 rpm en 1943.
“Mi primera profesión fue la más noble. Era el oficio de Cristo”, solía apuntar sonriente el carismático artista de Sinaloa, cuyo trabajo inicial fue de mandadero. Solo se instruyó hasta cuarto grado y la carpintería le permitió hacer su primera guitarra. La vena musical venía de su padre, dueño de un grupo (La rabia) en Sinaloa. A los 17 años, Pedro era padre de una niña (Guadalupe) a quien concibió la joven Guadalupe López.
Luego se casó con María Luisa León, cinco años mayor que él, quien lo convenció, afortunadamente, de ir a Ciudad de México, para tiempos duros, de necesidades, infortunios, desencantos. Ambos adoptaron a Dora Luisa, una hermana de Pedro.
Con la bailarina Lupita Torrentera, a quien conoció de catorce años, tuvo tres hijos. El último romance sabido fue con Irma Dorantes, con quien fue acusado de bigamia. Nació la niña Irma, luego actriz y cantante. En total siete descendientes, cinco hembras.
Sobre Pedro Infante mucho se ha dicho y escrito. Casi que cada uno de sus admiradores llevamos por dentro algo del idolatrado artista.
En la fosa 52, tumba 126 del Panteón Jardín de Ciudad de México reposan los restos de Pepe El Toro, Martín Corona y tantos otros personajes que interpretó con maestría y una asombrosa naturalidad.
En los 60 años de su deceso estrepitoso, cerca de los 100 de su advenimiento al mundo sobre el cual irradió tanta simpatía, el viejo cementerio azteca seguramente recibirá miles de parroquianos absortos en la eternidad por el encanto magistral de Infante, nacido en la calle Constitución 108 de Mazatlán, criado en Guamúchil y adolescente en Culiacán. Cuentan -y las gráficas lo certifican- que unas 100 mil personas se apilaron, riñeron, sollozaron y se hirieron para despedir a Pedro El Malo -personaje de Dos Tipos de Cuidado, junto a Jorge Negrete- aquel aciago 15 de abril de 1957.
Surgió desde lo más bajo. Por eso su sincronía con los desvalidos. Cuando se fue a la capital con María Luisa León, su legítima esposa, acosados por la pobreza y una sociedad que no veía bien sus amores, dormían en pensiones y cohabitaban con ratas y ruindad. Originalmente, cuando participaba en concursos y cantaba en cabarets de poca monta, desafinaba y descuadraba, pero su ángel, su eterna sonrisa, promovían más pruebas. Por cinco pesos diarios cantaba en la XEB gracias a su gran amigo Luis Ugalde.
Luego pasó al Waikikí, para cuyas actuaciones le prestaron su primer smoking. El gran Manuel Esperón, arreglista y compositor de acentuada fama, dijo una vez que Pedro Infante tenía una voz cabretina, chillona, acelerada. Cuando Negrete no quiso hacer “El Ametralladora”, se la ofrecieron al naciente ídolo. Esperón carcajeó de buena gana una vez que Infante le pidió que arreglara sus canciones. “Negrete se para aquí y le puede dar una serenata a una chica en el cuarto piso. Para ti tiene que estar en planta baja”, refunfuñó. Luego sería uno de sus grandes mentores.
Gran despegue tuvo en octubre de 1943. Guillermo Knorhauser, director de la disquera Peerles fue a verlo al Tap Room. Grabó sus primeros discos para el sello de toda su vida. Unos dicen que el sencillo contenía El Durazno y Soldado Raso. Otros apuntan hacia Mañana y Rosalía. Filmó Cuando lloran los valientes junto a su inolvidable amiga Blanca Estela Pavón, y Si me han de matar mañana con Sofía Álvarez. Subía en vertical y compró una enorme casa en Rébsamen.
Allí, con su esposa María Luisa -ya alejados maritalmente- y su fiel perro Linder construyó un gimnasio donde cimentaba su vocación atlética, ideal para películas en rol de boxeador o motociclista del famoso grupo mexicano que comandó. Compartió con Luis Aguilar en A toda máquina y Qué te ha dado esa mujer, aprovechando sus afanes y destrezas como motorista. En su carrera cinematográfica encontró un espaldarazo excepcional en Ismael Rodríguez, uno de sus grandes impulsores y amigos. Quedó pendiente la película Museo de Cera, en la cual interpretaría siete personajes.
Tomó clases de vuelo. “Debe ser hermoso morir como los pájaros, con las alas abiertas”, expresó apasionadamente en no pocas ocasiones. Hizo Los tres García y Volvieron los García con la adorable Sara García. Allí apareció el Infante actor que estaría para toda la vida. Embarazó a la joven bailarina Lupita Torrentera y compró su primera avioneta. Ambos sufrieron un accidente al chocar contra los árboles en un fallido despegue saliendo de Guasave. El segundo percance, en Zitácuaro, Michoacán, lo dejó con una placa de platino en su frente.
Rodó Nosotros los pobres y Ustedes los ricos. Allí Infante se estrechó con su pueblo en la representación del bravo Pepe El Toro, junto a Blanca Estela y Chachita. La escena con su hijo “Torito” en brazos, calcinado, le gana elogios aún hoy en día. Dicen que lloró como si el muñeco de trapo fuera verdadero. Se daba la gran comunión con los suyos, los de abajo, aquellos que lindaban con la miseria.
Infante no conocía el agotamiento. Grababa, filmaba como si supiera que el vuelo final habría de llegar pronto. Viajaba mucho a USA, Centroamérica y América del Sur. En su última gira -enero de 1957- incluyó a Venezuela. Estuvo en Barquisimeto contratado por el empresario Luis Gallardo. Se presentó en varios cines y además viajó a Carora.
Gracioso, full de empatía con todos, humilde, entregado a buenas causas, no le negaba un puñetazo a cualquier irrespetuoso. Su historia obliga a un ejercicio de síntesis. Podía cantar rancheras, corridos, boleros, guarachas. Pudo hacer varios personajes en una misma película con papeles excepcionalmente distintos. Había una pegajosa picardía en sus gestos de galán, mujeriego. De hombre con esencia de pueblo. Se supo de su filantropía. Particularmente en Yucatán repartía mucho dinero y comida entre los pobres.
En 1956 recibió el Oso de Plata otorgado en Berlín por su actuación junto a María Félix en la película Tizoc. Obtuvo dos premios Ariel con la misma Tizoc y La vida no vale nada.
Por alguna nube andará cantando Pedro Infante, uno de esos dioses de la música que siempre interpretan mejor que ayer, como si cada grabación no fuera la misma.
60 años después estremece y cautiva. Hay una mezcla de melancolía y nostalgia al entretenerse con su melodía grata, jamás cansina. La leyenda crecerá con el tiempo. Su grito ranchero desgarrador o su dulce voz que enternece, fueron a oídos de quien lo envió para el entretenimiento y el amor fiel de un continente. Apenas vivió 39 años. Muy intensos, eso sí.
“Échenme la tierra encima porque me voy lejos, muy lejos de aquí….”