Las personas que están constituidas en autoridad tienen una gran responsabilidad moral, no sólo en cuanto al ejercicio cabal de su cometido sino también en cuanto a la ejemplaridad de su conducta. Y no valdría decir que no importa la vida privada de los hombres públicos. Importa mucho por dos razones: la primera porque la vida privada influye siempre e inevitablemente en el ejercicio de las funciones públicas. Y la segunda porque los ciudadanos tienen derecho a esperar una solvencia moral en quienes les gobiernan y están a la vista de todos.
Sin esa solvencia se produce una desmoralización general, y las prácticas inmorales descienden, como en cascada, hasta los últimos peldaños de la administración pública.
La autoridad debe dejarse guiar por la ley moral: toda su dignidad deriva de ejercitarla en el ámbito del orden moral, «que tiene a Dios como primer principio y último fin» (Cf. Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 396; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 74).
Por ello la autoridad no puede ser entendida como una fuerza determinada por criterios de carácter puramente sociológico e histórico: «Hay, en efecto, quienes osan negar la existencia de una ley moral objetiva, superior a la realidad externa y al hombre mismo, absolutamente necesaria y universal y, por último, igual para todos. Por esto, al no reconocer los hombres una única ley de justicia con valor universal, no pueden llegar en nada a un acuerdo pleno y seguro». (Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, 449-450). En efecto «si se niega la idea de Dios, esos preceptos necesariamente se desintegran por completo» (Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, 450).
Del orden moral procede la fuerza obligatoria de la autoridad y su legitimidad, no del arbitrio del gobernante ni de su voluntad de poder. El orden moral le impulsa a procurar sinceramente el bien común (Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: 269-270; Catecismo de la Iglesia Católica, 1902; Pío XII, Carta enc. Summi Pontificatus, 432-433).
La autoridad tiene el deber principalísimo de reconocer, respetar y promover los valores humanos y morales esenciales. Estos
son innatos, «derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir» (Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium Vitae, 71)
Estos valores no se fundan en «mayorías» de opinión, provisionales y mudables, sino que deben ser simplemente reconocidos, respetados y promovidos como elementos de una ley moral objetiva, ley natural inscrita en el corazón del hombre (cf. Rm 2, 15), y punto de referencia normativo de la misma ley civil. (Cf. Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 397; Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium Vitae, 70; Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 258-259. 279-280).
Si el relativismo moral pusiera en duda los principios fundamentales de la ley moral natural, el mismo ordenamiento estatal quedaría desprovisto de sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación pragmática de los diversos y contrapuestos intereses (Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium Vitae, 70; Id. , Carta enc. Veritatis Splendor, 97. 99).
La autoridad debe emitir leyes justas (Cf. Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 398), es decir, conformes a la dignidad de la persona humana y a los dictámenes de la recta razón: «En tanto la ley humana es tal en cuanto es conforme a la recta razón y por tanto deriva de la ley eterna. Cuando por el contrario una ley está en contraste con la razón, se le denomina ley inicua; en tal caso cesa de ser ley y se convierte más bien en un acto de violencia » (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2um).
Así el orden moral es el sustento sólido de la autoridad, de tal modo que quien rechaza obedecer a la autoridad que actúa según el orden moral «se rebela contra el orden divino» (Rm 13, 2). (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1899-1900). Pero, a su vez, la autoridad pública, que tiene su fundamento en la naturaleza humana y pertenece al orden preestablecido por Dios (Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 74), si no actúa en orden al bien común, desatiende su fin propio y por ello mismo se hace ilegítima.
Rafael María de Balbín
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