EDITORIAL: “Cachorros”

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A eso de las 3:00 a.m. del 19 de marzo, dos sargentos del Ejército venezolano sufrieron un ataque que les costó la vida.

No se trata de una sigilosa emboscada urdida por una fuerza enemiga, ni se enfrentaban estos hombres a los curtidos capos de una banda organizada. Fueron apuñalados a sangre fría, para arrebatarles sus pertenencias, cuando salían de una tasca, en el bulevar de Sabana Grande, en Caracas, por una joven de 15 años y un niño, prácticamente un bebé, de apenas 10.

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En la sangrienta asechanza participaron otros menores que, a esa hora de la madrugada, se abalanzaron como lobos sobre las víctimas que les prodigó el azar. Aquel improviso enjambre de asaltantes precoces iba pertrechado de armas blancas. Son miembros de la banda “Los Cachorros”, compuesta por niños en situación de calle, una forma eufemística, edulcorada, es decir, hipócrita, de llamar a los hijos de nadie.

Unas semanas antes, el 14 de febrero, día consagrado al amor y a la amistad, también en Caracas, dos jovencitas, una de 16 años y otra de 17, golpearon sin traza alguna de piedad, hasta dejar tirada, inconsciente, a una compañera de clases, de 18 años, quien llevaba en su vientre una criatura en el octavo mes de gestación. La muchacha murió cuatro días después.

Si sucesos tan aberrantes como estos no logran conmover a la sociedad venezolana, entonces… ¿qué? Urge gritarlo: son hechos tomados como muestras en un piélago de monstruosidades que, en colectivo, estamos observando con la más patética de las resignaciones. Se han adelantado estudios serios, es verdad, bulle una honesta angustia intelectual en el país, pero ¿qué se está haciendo, ahora, para enfrentar esta maldición, como cuerpo social, es más, como Estado, con miras a prevenir el afianzamiento de una generación de “cachorros” al margen de todo orden, de toda ley, y reacios, por obra de un odio incubado, al sentido de convivencia, que nos distingue de las bestias salvajes?

Lo más cruel de todo esto es que el caldo de cultivo de semejante fenómeno es agitado, día tras día, desde las alturas del poder. Ocurre cuando se le da el fuero de héroe social al pran, y se persigue y expone al escarnio, por ejemplo, al panadero. Ocurre cuando el Ministerio Público habla sin pudor de una impunidad del 99 %, y cuando la boca oficial vomita a través de todas las pantallas, encadenadas en cualquier horario, su desprecio hacia todo quien se atreva a pensar distinto (quizá sería mejor decir: hacia todo quien se atreva a pensar, en este muladar de irracionalidades que se solaza en humillarnos).

La crisis humanitaria, que existe y se ensancha por más que el Gobierno la niegue (peor aún, persiste debido a que el Gobierno la niega en lugar de atacarla con el concurso de todos), empuja de seguido a más niños a la calle, expulsados por hogares que la miseria arrasa, donde retumba el gruñido de las tripas y estalla una especie de violencia resentida, como disertaría algún sociólogo.

Una encuesta de Encovi revela que 82 % de los hogares venezolanos, esto es, unos 20 millones de compatriotas, viven en pobreza. 52 % en pobreza extrema. Somos la nación más pobre de América Latina. Se estima que en los últimos dos años se han perdido 1.257.420 puestos de trabajo. Con un aparato productivo aniquilado, buena parte de esa masa depauperada será engullida por la informalidad; pero es de temer que otro tanto se verá aventada, en su desesperación, hacia el delito. El panorama que se despliega ante nuestros ojos es angustiante, muy oscuro. El “hombre nuevo” acabó representado en un cachorro cuyos primeros pasos los da hacia la perdición.

Pero quizá la pobreza sea un “negocio político”, ha advertido la abogada Maryolga Girán. Lo graficó el entonces gobernador de Aragua y hoy vicepresidente, Tareck El Aissami, cuando planteó que “mientras más pobreza hay más lealtad a la revolución”. Y, en pareja con la pobreza, el odio es una devastadora arma de sometimiento. Lo prescribió con siniestra claridad Ernesto “Che” Guevara al proclamar que “el odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo”, convierte al revolucionario “en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar”.

Pobreza y odio, diabólico coctel.

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