Jesucristo, como sabemos, realizó muchos milagros de sanación. Y observando las variadas maneras en que sanó, podemos darnos cuenta que el Señor es libérrimo en la forma como El escoge para hacer su labor. Lo que sí es común a todas las curaciones hechas por Jesús es que lo más importante era la sanación que ocurría en el alma del enfermo: su curación tenía una profunda consecuencia espiritual. El Señor no hace una sanación física, sin tocar profundamente el alma. Y cuando el Señor sana directamente es para que se manifieste en la persona la gloria y el poder de Dios.
Sin embargo, sabemos que no todo enfermo es sanado. ¿Significa que la enfermedad es un mal?… Mientras dure el mundo presente, seguirán habiendo enfermedades, las cuales -ciertamente- son una de las consecuencias del pecado original de nuestros primeros progenitores. Pero Jesús, con su Pasión, Muerte y Resurrección, le dio valor redentor a las enfermedades –y también a todo tipo de sufrimiento.
Es decir, el sufrimiento bien llevado, aceptado en Cristo, sirve para santificarnos y ayudar a otros a santificarse. No es que sean fáciles de llevar las enfermedades -sobre todo algunas de ellas- pero son oportunidades para unir ese sufrimiento a los sufrimientos de Cristo y darles así valor redentor.
Y ¿qué es eso de “valor redentor”? Nuestros sufrimientos, unidos a los de Cristo, pueden servir para nuestra propia santificación o para la santificación de otras personas, incluyendo nuestros seres queridos.
Es por ello que después de Cristo, ya los enfermos no son considerados como personas malditas por el pecado propio o de sus padres, como sucedía antes de la venida del Señor. Por esa idea, cuando Jesús curó a un ciego de nacimiento, los Apóstoles le preguntaron: “Quién pecó para que éste naciera ciego, él o sus padres?” Y Jesús responde: “Ni él pecó ni tampoco sus padres. Nació así para que en él se manifestaran las obras de Dios”. (Jn 9, 1-41)
Pero las enfermedades más graves no son las del cuerpo, sino las del alma. Más aún, las enfermedades peores no son las que sufre una persona, sino las que sufre toda una población. Nuestra sociedad está enferma. ¡Y bien enferma! De violencia, agresividad, maledicencia, ocultismo, esoterismo, idolatría, satanismo. Sí, eso mismo: culto al demonio -para ser más precisos.
Por eso requerimos sanación. Una sanación que sólo Dios nos puede dar. Porque la sanación fundamental es la sanación interior. Y ésa es la que estamos necesitando.
El ciego de nacimiento que mencionábamos termina por postrarse ante Jesús, reconociéndolo como Dios. Cuando comenzó a ver, el ciego creyó lo que el Señor le dijo y, postrándose, Lo adoró. (Jn 9, 38)
¿No será eso lo que nos falta a nosotros: postrarnos en adoración? Reconocer que Dios es el Señor de la historia, no nosotros. Cuando no confiamos de verdad en Dios, El nos deja en manos de los enemigos.
Solos no podemos. Hay que orar. Y orar arrepentidos. Clamar a Dios. AdorarLo. El ha puesto sus condiciones para actuar cuando hay enfermedades sociales:
“Si mi pueblo -sobre el cual es invocado mi Nombre- se humilla: orando y buscando mi rostro, y se vuelven de sus malos caminos, Yo -entonces- los oiré desde los cielos, perdonaré sus pecados y sanaré su tierra”.
(2 Crónicas 7, 14)
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