El pasado miércoles 22, presentamos en Caracas los Cuentos Completos de nuestro Salvador Garmendia, quien aunque publicó ocho novelas, ocho libros infantiles y otros tres de ensayos y crónicas, lo que más escribió fue cuentos, trescientos cinco cuentos en once libros. Son tres tomos hermosos en una magnífica edición de Fundavag.
“Empezaba a entender vagamente las cosas. De alguna manera, regresaba a mi pueblo, sus plazas y sus calles”, escribió en La muerte y el viajante Salvador Garmendia. Su vida es un viaje de Barquisimeto a sí mismo, con múltiples escalas intermedias. Del Barquisimeto de “calles largas y derechas”, asoleadas con muy pocas treguas, todavía con nombres puestos por la historia, la política o las actividades humanas, como lo llevaron hasta los cambios octubristas. La ciudad pequeña, cuya república cultural presidía una gran dama que se había ganado ese sitio a punta de esfuerzo propio, Casta J. Riera. El Instituto Mosquera Suárez, escuela de comercio y ateneo espontáneo que regentaba con maternal señorío, editaría la primera novela de Garmendia, El Parque, lo mismo que los por él prologados Cantos Iniciales de un joven de nombre Rafael Cadenas “Mi casa está sola, / nuestra casa hermano, está sola/y ni sé qué habrá quedado allá adentro”. Es el año de 1946, Garmendia tiene dieciocho, Cadenas dieciséis. Cinco décadas después, el narrador dedicará al poeta (y a Milena) el cuento Era verdaderamente un muchacho.
La ciudad de su infancia que se le revuelve en Memorias de Altagracia. La infancia, “la verdadera patria del hombre”, diría Rilke, a quien nuestro Aquiles Nazoa tendría en su personal altar del heroísmo pues “sacrificó su vida por el acto de cortar una rosa para una mujer”. Su fin, en realidad, fue otro. Murió de leucemia y escribió en su epitafio “Rosa, oh contradicción pura, deleite de no ser sueño de nadie bajo tantos párpados”. Un epílogo más bien garmendiano. En Barquisimeto descubre el Partido Comunista y se hace militante, así como será factor fundamental en la publicación de la revista Tiempo Literario. Tiempo literario, ese ámbito subjetivo de la creación que, como los relojes blandos de Dalí, carece de linealidad. En una y otra, militancia y ficción, triunfa el deseo sobre la realidad objetiva.
A los veinte años se irá a Caracas. Allí será locutor, guionista de radio, televisión y cine, funcionario cultural en la UCV y directivo del Celarg. Así como en Mérida, en la ULA del eterno e inolvidable rectorado de Perucho Rincón Gutiérrez, y funcionario diplomático en Madrid, valga Umbral, que es por sí sola un género literario, y en esa Barcelona a la que nos asomamos en la sonrisa irónica de la novela negra de Vásquez Montalbán, con su detective tragón, y Eduardo Mendoza con su metódico disparate, y en la madre liberal, atea y franquista, de Esther Tusquets en Habíamos ganado la Guerra.
Esos otros oficios son parte de la vida del escritor. Mestieri di scrittori que contaría Daria Galateria, Trabajos Forzados, necesarios para la subsistencia. A lo largo de esos recorridos que se entrecruzan, el laboral, el creativo, el personal, somos y nos creemos la misma persona, mientras vamos siendo otras distintas, simultánea o sucesivamente. Como que un joven comunista puede llegar a escribir el guión de un documental que hace justicia a un conservador reformista. Hablo de López Contreras, el hombre de la transición, palabra ésta por cierto, por la que uno puede ir preso en esta contemporaneidad que desafía la ficción.