Ya basta de espejismos, de cantos de sirena, de esperar que terceros vengan a salvarnos, ante una situación que ha dejado corta, inexpresiva, la palabra crisis.
Otra vez hemos cifrado esperanzas con la vista tendida hacia el horizonte, y, otra vez, esa ilusión ha comenzado a desdibujarse, afortunadamente con inusitada celeridad, sin la demora de un vano y prolongado embeleso, para que también la nación sepa rápido a qué atenerse.
Todo esto lo decimos porque con la mejor de las intenciones, el secretario general de la OEA, Luis Almagro, quizá uno de los más consecuentes amigos que la Venezuela democrática ha tenido en las últimas décadas, procedió a desempolvar su demoledor informe del 30 de mayo del año pasado, que la complicidad de los gobiernos del hemisferio frustró y la propia ceguera (o bastardía) política criolla se encargó de sepultar.
Ya han comenzado a verse las costuras de países muy caros para la historia y el destino de nuestra patria. La posición de la Argentina, en alguna ocasión firme, tiene ahora la consistencia de una gelatina. Chile, sin juicio propio, se escuda en que “consultará”. Y Costa Rica ha dejado en claro que no acompaña la aplicación de la Carta Democrática Interamericana, que podría conllevar la suspensión del Estado venezolano en el seno de la OEA, hasta que corrija la “alteración del orden constitucional” y convoque “elecciones libres, justas y transparentes, a la brevedad”.
Frente a esto, con imperdonable reincidencia, nuestra oposición se ha mostrado lerda, inhábil, como cuando denuncia el proceso de validación de los partidos por inconstitucional, por “tramposo”, y asegura que se trata de un mecanismo para ilegalizarlos y seguir postergando las elecciones, pero igual la MUD acude mansa al matadero, y de paso dividida. ¿Podría sorprenderse alguien, entonces, del escaso calor popular que se ha observado?
Se ha fallado en explicarle al país en qué consiste la Carta Democrática, y hasta se encara con sorprendente timidez y complejos, la defensa de su plena vigencia. Ese instrumento, suscrito por Venezuela y el cual está, por tanto, obligada a acatar, fue adoptado por aclamación en Asamblea General de la OEA en Lima, en septiembre de 2001, luego de la transición que siguió al libertinaje de Alberto Fujimori y su tenebroso compinche Vladimiro Montesinos.
El propósito primario de la Carta es enderezar graves entuertos. Preservar la institucionalidad resentida. Promover la cultura democrática. Obligar a un Gobierno forajido, que pasa a verse limitado en su corrosiva capacidad de acción, a restituir los derechos ciudadanos. Tiene, pues, un efecto preventivo, moral, está lejos de entrañar una intervención extranjera, una odiosa intromisión.
Creer que aplicar la Carta Democrática podría acarrearnos un perjuicio económico o social, suena a chiste malo en una sociedad postrada. El FMI pronostica una inflación de 1.660% para este año. Una encuesta de Venebarómetro realizada en febrero revela que 83,3% de los venezolanos considera “negativa” la situación del país. La evaluación de Nicolás Maduro es “negativa” para 68,9% de los consultados. 67.9% opina que debe salir del poder.
Otra muestra, de Encovi, también de febrero, ubica en un pasmoso 81.8% la pobreza extrema. Ese estudio, y otros, nos hablan de cómo se ha incrementado la influencia de una casta militar corrupta sobre el poder. La percepción económica para este año es considerada “mala” por 77% de los venezolanos. Además, se asienta una conclusión percibida por todos: el Gobierno no hará elecciones hasta tanto esté seguro de ganarlas, “como sea”.
De manera que allí está pintada, con todas sus deformidades, una dolorosa realidad que un régimen ajeno a todos nuestros males se empecina en diferir, mientras pueda. Es decir, mientras la dejadez de una sociedad confundida, desmovilizada y sin guía, se lo permita.
Es un asunto de conciencia, y de amor propio. Por más que se la busque, la respuesta estará siempre aquí, entre nosotros. No es cuestión se aguardar por la graciosa y crédula aparición del Chapulín Colorado.