Editorial: Rocío de dignidad

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Con una frecuencia mayor a la deseada, el país siente repulsa frente a la conducta oportunista de ciertos personajes que defraudan la confianza colectiva.

Son figuras que, desde alguna posición de liderazgo, no muestran empacho alguno a la hora de tirar por la borda tanto las banderas como el destino de las organizaciones que representan, y hasta sus nombres y prestigios.

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Esa certeza, en unos casos, y la sospecha fundada en otros, mancilla el ejercicio de la política. La gente tiende a concluir, en injusta generalización, que los dirigentes políticos son todos así de falsos. Los partidos son vistos, entonces, como máquinas que sólo sirven para acceder al poder, cuando no para el negociado, la maniobra artera.

Sacar al país de la crisis en que está sumido, hundiéndose más cada día que pasa, exigirá de líderes y ciudadanos del común, el rescate de muchos valores extraviados. El peso específico de la palabra es uno de ellos, en tiempos de tanta verborrea perturbadora, necia. El valor del ejemplo, otro. El respeto a la opinión ajena, por más que se difiera de ella. El trabajo, la constancia, el brillo del mérito. La disposición a la defensa, sin miedo, de los derechos humanos, y la condena abierta de todo vicio de corrupción. Es la decencia, la probidad, cuanto debe prevalecer en la sociedad que deberá surgir de estos grotescos escombros. Es la civilidad, y no el fragor de la guerra, y mucho menos el asalto de montoneras, tan en boga ahora, el ámbito llamado a prodigar nuestros héroes cotidianos.

Es en ese sentido que cobra mayor relieve la comparecencia que acaba de hacer la abogada Rocío San Miguel, en la reciente audiencia pública de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en Costa Rica. 12 años después de haber sido despedida del Consejo Nacional de Fronteras por José Vicente Rangel, junto a otros 20 funcionarios, tras respaldar con sus firmas la convocatoria, en diciembre de 2003, del referendo revocatorio presidencial, la experta en asuntos militares relató toda la infamante cadena de episodios de denegación de justicia, y de estigmatización, que han padecido.

La tragedia para ellos comenzó al engrosar la lista Tascón, ese funesto acto de discriminación política que históricamente representa uno de los más ominosos zarpazos de crueldad desplegados bajo este régimen. Ese solo antecedente, si no hubieren más (como el despido, anunciado con pito infamante, en la televisión, de los 20.000 trabajadores petroleros), de por sí descalifica la desvergonzada pretensión “humanística” de esta revolución sin épica, ni gloria, ni más futuro que aquel que alcanza a describir una era lastimosamente perdida.

A Rocío San Miguel la interceptó, en su vehículo, junto a su pequeña hija, un sicario motorizado que la amenazó con “quebrarla”. Debió ver cómo en su oficina fotocopiaban presurosos las listas del apartheid, que la incluían y exponían a un desprecio alimentado desde el poder con fanfarrias de impudicia. “¿Cómo se te ocurre firmar contra el tipo que te paga?”, la increpó su jefe inmediato. Su labor docente se tronchó, por cierto, en las especialidades de derechos humanos y derecho internacional humanitario, en la Escuela Superior de Guerra Aérea y en la Escuela Superior de Guerra Naval. Un fotógrafo, de 70 años, fue uno de sus compañeros de infortunio. Acudían a consignar la denuncia en todas las instancias, pero una a una les cerraban las puertas en sus narices. El Ministerio Público no abrió averiguación. Un amparo constitucional ordenado por el TSJ se realizó 367 días después, pese a tratarse de un mecanismo extraordinario de justicia, que supone celeridad. Los efectos perversos llegaron hasta su pareja de entonces, quien perdió su carrera militar, al igual que le ocurriera, años después, a su actual esposo. “El Estado castiga”, se le escuchó decir a una mujer conmovida pero íntegra, poco antes de exponer que el ejercicio de su profesión tampoco es posible, pues cualquier cliente defendido por ella estaría condenado de antemano. Además, miembros de su familia se han visto forzados a “encubrir el apellido”, porque “llevar el apellido San Miguel puede ser perjudicial”, logró exponer con una amargura que no desdecía de su moderación y pertinencia.

Aquella sesión, que ninguna televisora venezolana transmitió, fue un sereno y límpido rocío de dignidad capaz de enmudecer al representante del Gobierno. Por encima de todo cúmulo de mordaza oficial, ante propios y extraños vibraron la palabra, el ejemplo y el honor, de ese tipo de seres que con su irreductible probidad enaltecen la tarea de rescatar la patria, perdida por ahora.

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