“Cuando conozco a alguien no me importa si es blanco, negro, cristiano o musulmán. Me basta con saber que es un ser humano” (Walt Whitman)
A través del tiempo hemos aprendido que en cuestión de política y de religión nadie está por encima de nadie como tampoco es dueño absoluto de la verdad ni se las sabe todas ni tiene la última palabra.
Tanto en el campo político, el de la ciencia y religioso, la gente del común tiene la costumbre de creer que ciertos individuos son más poderosos que otros, dignos de pleitesía y endiosarlos. El adjetivo “Su Reverencia”, “Señoría” “Benemérito” “Majestad” “Excelentísimo señor”, etc., son títulos que los elevan hasta el punto de creerse los más grandes; les gusta que sus seguidores y acólitos se sientan inferiores a ellos.
Creerse único es el peor enemigo del hombre, tenga banda presidencial, toga de ley, sotana de clérigo o vestimenta y corona de rey. Seguidores, fieles y público en general, son culpables en buena parte de que aquellos seres finitos, de carne y hueso como cualquiera, se conviertan en déspotas insoportables, engreídos, exigentes, intolerantes.
Al hombre le gusta dominar, mandar y que le obedezcan sin chistar, ser juez de la vida de otros, crítico despectivo, látigo de miedo para tener sometidos a los demás. Los arrogantes se sienten más que cualquiera, se ufanan de obtener todo lo que quieran, llámese gobierno, docto, clérigo, adinerado etc. Para llegar a ser grande no importa el rango ni la posición que se ocupe; entre más arriba esté alguien debe ser más humilde, más honesto, más agradecido, y muy importante: que sepa que lo importante en cualquier puesto es demostrar que su trabajo vale porque tiene vocación de servicio.
Situaciones de mando e intolerancia han sido causa principal de guerras y violencias en el mundo. La tarea de los que luchan por la causa humana, decía Voltaire está en liberar a las mayorías del pesado yugo del abuso y la tiranía. Es verdad que en el mundo tenemos bastantes sectas religiosas y poder político para infundir miedo y perseguir a quienes piensan diferente, pero no los tenemos para amar, ser justos, tolerar y socorrer a otros.
En épocas antiguas para pagar sus placeres, adquirir bienes y subyugar a otros, los señores de la religión vendían las indulgencias como si fueran mercancía de feria. Ante la caída a los niveles más bajos de la moral, el respeto y prestigio religioso, Lutero se vio obligado a lanzar la “Reforma protestante” y a partir de allí se dio inicio al perfeccionamiento del espíritu humano, sepultado largo tiempo en la más feroz de las barbaries. Las rebeliones de los pueblos abusados surgen cuando el límite de su aguante y paciencia llega a su fin.
Creyentes y ateos tienen el mismo delirio de ser dueños de la verdad, exceso que persigue arrastrar otros a su fanatismo. Si usted cree, ¡excelente! Si no cree ¡excelente! Es su decisión. Más importante que todo esto es “No hacer a otros lo que no nos gustaría nos hicieran a nosotros”. Sócrates murió a causa de sus opiniones. El ejemplo de su muerte es el más terrible argumento contra la intolerancia política y religiosa.
Conocemos los resultados de la intolerancia de gobernantes de tiempos idos, en los que sometían los disidentes a inhumanos castigos. En este momento somos aquí, los protagonistas del dolor a que nos ha llevado un gobernante incapaz, inhumano, insensible, cruel y déspota.
“Los tigres no se destrozan porque se odian, se destrozan para comer, nosotros nos matamos por unas cuantas frases” (Voltaire)
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