La película «La Soledad» exige paciencia al espectador. Pero su lentitud es intencional: así es la vida de los venezolanos, que en un país devastado por la escasez sobreviven en la agónica espera de que algo cambie.
Es lo que dice su director, Jorge Thielen Armand, sobre la ópera prima que vio su estreno norteamericano esta semana en el Festival de Cine de Miami. «Usé un ritmo contemplativo para simbolizar el estado en el que está Venezuela ahora», cuenta Thielen, de 27 años, a la AFP.
«Hasta la esperanza es un letargo; la gente está a la deriva esperando ver una luz al final del túnel, pero no hay cambios significativos, sino que todo es una espera, una cola, una promesa de unas elecciones…»
Los venezolanos pasan muchas horas haciendo filas para comprar los escasos alimentos y medicinas. De acuerdo a una encuesta reciente de un grupo de universidades venezolanas, casi un tercio de la población ingiere dos o menos comidas diarias, 93,3% de las familias no tienen suficiente para comprar alimentos y siete de cada diez personas perdió un promedio de 8,7 kilos en el último año.
Sin un guión predeterminado ni actores profesionales, «La Soledad» -nombre de la casa donde se desarrolla- es un híbrido entre la ficción y el documental. Cuenta la historia de José, quien se interpreta a sí mismo como un joven obrero que vive con su familia en esta ruinosa casa de Caracas que no le pertenece.
Los verdaderos dueños dejaron «La Soledad» a manos de la empleada doméstica que trabajaba para la fallecida matrona familiar. Pero, con el tiempo, esta empleada, Rosina, ha ocupado la casa con sus hijos, nietos, bisnietos y amigos.
La casa pertenecía a la bisabuela del director de la película, quien vive en Toronto, Canadá, desde hace ocho años. Y de pequeño, Jorge Thielen jugaba con José, el protagonista que se prestó a actuar en el filme para mostrar su desesperanza.
Los demás personajes son también verdaderos ocupantes que se representan a sí mismos. No hay trabajo, no hay alimentos, no hay medicinas. Devolver la casa significa quedarse en la calle y el conflicto no tiene solución.
Un espejo de Venezuela «Tengo una relación muy fuerte con Rosina y con José», cuenta Thielen. «Conozco a Rosina desde que soy un bebé y José y yo jugábamos juntos cuando éramos chiquitos. Hacer la película fue una manera de hablar de un tema que necesitaba hablarse».
Tras años de ocupación -una ocupación sin enemistades debido al cariño que aún persiste entre ambas familias-, la antigua mansión está destartalada, las paredes podridas, las ventanas rotas, los muebles hechos añicos.
«La casa es un espejo de Venezuela y lo tenía que capturar. Es una casa que se quedó en el olvido, donde están las memorias de dos familias, de dos clases sociales que comparten ese espacio y se miran unos a los otros desde algo que tienen en común, que es la falta de recursos para sobrevivir», dice Thielen.
El trabajo con los actores también marca el ritmo de la película. Los diálogos no están predeterminados y suman un factor a la delicada languidez del filme. «Nunca les di un guión», contó el director, «sino que les iba mostrando las escenas 30 segundos antes de rodar la cámara».
«Trabajamos de una manera documental para no invadir y para mantener la intimidad. Por ejemplo usamos muy pocas personas en el set, no usamos vocabulario típico del cine, que suele ser muy violento como ‘acción, corte’, porque estábamos filmando realmente la vida de estas personas».
La cinta se estrenó en Venecia en agosto del año pasado y todavía circula en el circuito de festivales. El Festival de Cine de Miami, que termina el domingo, presenta 131 largometrajes, documentales y cortos de 40 países, incluyendo 22 estrenos mundiales e internacionales.