La nación merecía una respuesta oficial inequívoca, transparente, ante las graves acusaciones que el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos le ha formulado al vicepresidente venezolano, Tareck El Aissami.
Señalar al número dos de Miraflores de jugar un papel clave en un esquema de tráfico de drogas, con el control de aviones y rutas, así como en la protección a terroristas del Medio Oriente, configura, sin asomo de duda, la imputación más escabrosa o comprometedora que se le ha enrostrado a funcionario venezolano alguno, a lo largo de toda nuestra historia republicana.
No hay escándalo en el que se hubiese visto envuelto ningún personero con tan altas responsabilidades públicas, en el país, que se pueda equiparar, en cuanto a lo delicado, con nada de lo que esta denuncia entraña, de ser cierta, por supuesto.
Lo lastimoso es que la reacción del oficialismo fue la misma que exhibiera tras conocerse la anchurosa estela de sobornos del consorcio brasileño Odebrecht, que, para variar, también salpicó a Venezuela. La misma susceptibilidad demostrada, además, frente a la opinión deslizada por el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, a favor de la liberación de los presos políticos, pese a que universalmente se acepta la tesis según la cual democracia y reos de conciencia no son compatibles. Tampoco hay fronteras en materia de exaltación y defensa de los derechos humanos, o naturales.
Pero, como de costumbre, la malograda aclaratoria se ha visto sepultada en gruesas capas de insultos, amenazas y censura. Dos periodistas que vinieron desde Brasil a investigar las oscuras andanzas de Odebrecht fueron arrestados, tratados como criminales, confiscados sus equipos y deportados. A Rajoy se le llamó “bandido” y “protector de delincuentes y asesinos”. Al llevar más allá el calibre de la proverbial intolerancia gubernamental, se ordenó sacar la señal de CNN en Español de la parrilla de las operadoras de cable. Antes, se prohibió la transmisión de la serie televisiva El Comandante, producida en Colombia y, por cierto, nada del otro mundo. Mal presagio pinta febrero con esta escalada, si se toma en cuenta que la ONG Espacio Público ubica a 2016 como el segundo año con más violaciones a la libertad de expresión, desde 2001
El país ansiaba saber, en primer término, qué argumentos sustenta la revolución bolivariana a la hora de rebatir la anotación del Vicepresidente en semejante lista negra. No obstante, desde las más altas esferas del poder se ejerce la peor de las defensas: el blindaje, la activación de la solidaridad automática, y militarizada, cuando lo que procedía era garantizar una investigación amplia, imparcial. Linchar al mensajero no hará sino fomentar la duda, y eso a nadie conviene.
Cuando se exige, y aguarda, una actitud distinta, razonable y honesta, ni siquiera hay necesidad de pensar en países como Dinamarca, Finlandia o Suiza, a la vanguardia de las sociedades con menos percepción de corrupción, en el mundo. Aquí, muy cerca, en Perú, el presidente Pedro Pablo Kuczynski ha sentado admirable cátedra. De cara a la implicación, en el caso Odebrecht, del expresidente Alejandro Toledo, de quien llegó a ser primer ministro y titular de la cartera de Economía y Finanzas, no tardó en pedir su extradición, por ser “una vergüenza para el pueblo peruano”. Y cuando su asesor de salud apareció en audios filtrados en una conspiración para concertar un negocio ilícito entre el seguro estatal y una clínica privada, luego de que el funcionario se viera forzado a renunciar, lo puso en manos de la fiscalía.
Es más, el mandatario presentó un proyecto de ley que declara la “muerte civil” de todo quien sea condenado por hechos de corrupción. “Tenemos que ser implacables para frenar esta podredumbre. La justicia debe ser igual para todos”, recalcó el presidente Kuczynski.
De manera que el ejemplo de Perú es válido, y hasta envidiable. En ese espejo debe mirarse una patria que, como la nuestra, aspira a engrosar listas, pero de progreso, decencia y libertad.