En Bashiqa, cerca de Mosul, entre casas de colores pastel en ruinas y de inscripciones que ensalzan al «califato», Wisam Ghanem vende cerveza, vodka y whisky en la tienda que reabrió cuando los yihadistas se fueron.
A unos 20 km de Mosul, esta ciudad del norte de Irak ha vivido un éxodo masivo desde que el grupo yihadista Estado Islámico (EI) la conquistó en agosto de 2014.
«Sólo han vuelto unas cuarenta familias. Todavía no hay agua corriente ni electricidad, y ningún colegio ha reabierto», afirma Wisam, vestido con un pantalón tradicional kurdo.
Pertenece a la minoría de los yazidíes, que formaban la mayor comunidad en Bashiqa, una ciudad conocida por su gran diversidad étnica y religiosa, por sus aceitunas y por su arak (un licor anisado).
El EI, que los considera herejes, fue muy cruel con ellos, ejecutando a los hombres y convirtiendo a las mujeres en esclavas sexuales.
Wisam y su familia vivieron durante año y medio como desplazados y volvieron cuando los combatientes kurdos reconquistaron la ciudad en noviembre.
Volvió a abrir su tienda de licores, a la que el EI le rompió los cristales. El grupo prohíbe el consumo de alcohol y de tabaco en su «califato», es decir en las zonas bajo su control en Irak y en la vecina Siria.
Los yihadistas bebían alcohol
Su primo Jalal Jalil tuvo menos suerte. «Daésh prendió fuego a mi tienda, saqueó mi casa, borró todos los logotipos de licores del escaparate de los comercios, invocando los valores del islam», dice llorando. Dáesh es un acrónimo en árabe del EI.
«Pero cuando volvimos, encontramos en las casas latas de cerveza, botellas de alcohol abiertas recientemente, cajetillas de cigarrillos … ¡Los yihadistas bebían y fumaban!», cuenta Wisam.
A unos cientos de metros de allí, Basam Abdel Mahmud tiene una tienda con productos de primera necesidad, «pero el alcohol representa más del 50% de las ventas», declara.
Pese a las temperaturas glaciales y a la clientela escasa, los dos comercios abren hasta las 8 de la noche, todos los días.
Los habitantes intentan adaptarse a su nueva vida en esta ciudad fantasmal.
«Vimos decenas de cadáveres de yihadistas en las calles. Dáesh colocó bombas en nuestras casas, destruyó nuestros lugares de culto. Las paredes estaban llenas de grafitis a la gloria del EI», cuenta con amargura Jalal Jalil.
Gran parte de las viviendas también se derrumbaron por los bombardeos de la aviación de la coalición internacional dirigida por Estados Unidos, que ayuda a las fuerzas iraquíes a expulsar al EI de Mosul, su último gran feudo en Irak, y del resto del país.
Pósteres eróticos
En las calles semidesérticas un tractor que transporta una cisterna vende agua, varias pancartas proponen un servicio de desescombro y limpieza de las casas y los jóvenes pintan de blanco y amarillo los bordes de las aceras.
«Somos de Bashiqa pero todavía vivimos en el pueblo vecino en el que nos refugiamos hace año y medio», afirma Murad Jairy, un estudiante de arquitectura.
«Venimos con un grupo de amigos todos los viernes (primer día de fin de semana en Irak) para ocuparnos de nuestra ciudad», dice, con una sonrisa, mientras borra con pintura blanca los lemas del EI.
Es mediodía. Los primeros clientes llegan a la tienda de Wisam.
Nazar Amer se ha instalado con sus padres en Bashiqa hace una semana. Compra seis latas de cerveza para compartirlas con sus primos y amigos.
El adolescente, de 15 años, se fija en tres pósteres colgados en la puerta de la tienda. Representan a tres chicas provocativas posando casi desnudas con cervezas.
«Estos pósteres, ¡Dáesh evitó destruirlos!», le dice Wisam con una sonrisa sarcástica.