El día del amor incluye la amistad desde hace relativamente pocos años. Si algo me fascina del tiempo que nos ha tocado vivir, es la variedad y multiplicidad de puntos de vista aceptados hoy, para mirar y comprender el mundo. Uno de los campos en donde se evidencian los cambios en la cultura occidental, es el amoroso, que si bien presenta contrastes entre las mentalidades de las diversas sociedades que la conforman, al menos hoy no se excluye a nadie o se le condena a la reclusión por ejercer el derecho a disfrutar de su sensualidad, como ocurriera por siglos con la mujer, acusada de ser la razón de tentación y perdición de los santos y no tan santos varones o de atreverse a ejercer su capacidad de raciocinio, como ocurriera con Hipatia en Grecia y con Sor Juana Inés de La Cruz en México.
En apenas una generación ubicada desde mediados del siglo pasado a hoy, se notan cambios profundos en la relación interpersonal. Abarcan no solo las vividas entre ambos sexos, sino por quienes forman parte de la diversidad sexual y se incluyen en las diversas formas del amor, las pertenecientes al anchilargo territorio de la amistad, cuya concepción misma ha cambiado, admitiendo que de manera no igual pero similar, pueden aletear las mariposas en el estómago no sólo de los enamorados, sino de alegría al encontrar nuevos y viejos amigos.
Se atribuye a Horacio aconsejar que aprovechemos cada día sin fiarse del mañana, por cuanto no sabemos si hoy es el último en esta vida breve. Consejo adecuado para mostrar tanto el lado extremo y moralizante de no perder el tiempo jamás o su contrario, el hedonista, que recomienda atrapar y disfrutar cada día al máximo, frente al incierto mañana.
El amor y su circunstancias, fue abordado hace diez años por el mismo autor del “Mundo de Sofía”, Jostein Gaarder, quien escribe bajo el nombre de “Vita Brevis”, la relación amorosa, apasionada y profunda entre San Agustín y su amante Floria, con la cual tuvo a su hijo, Adeodato. Relación iniciada el año 372 d.c, en plena adolescencia de ambos y cuya convivencia de doce años fuera terminada con ayuda de Mónica, la madre del candidato a santo, quien eligió el celibato para ser Padre y teólogo de una Iglesia cristiana que vivía el esplendor de la misoginia.
El autor utiliza el recurso literario de imaginar haber encontrado en una vieja librería la epístola enviada por Floria Emilia a su amado Aurelio Agustino. Otorga voz y lógica femenina a quien aunque piensa y siente, no tuvo derecho a ejercerla y sufriera los prejuicios presentes en las famosas “Confesiones”, cuyo maniqueísmo moral, no acepta ni la inteligencia femenina ni mucho menos su sensualidad, por imaginarla expresión del mal pagano que conduce a la perdición y condena eterna.La carta apela al derecho no sólo al placer sensual sino a la amistad entre seres que se aman.
Conmueve esa voz perdida entre los siglos: “Hubo épocas en las que ambos éramos igual de irrefrenables; sin embargo, al leer ahora tus Confesiones, lo que tu llamas “apetencias de la carne” parece ser lo único que nos unía. Pero lo que más te avergüenza es nuestra profunda amistad. A muchos hombres les avergüenza más el cultivar una amistad que sembrar en ellas el amor de la carne, aunque luego culpan a este amor carnal de imposibilitar la amistad sincera con una mujer. Tu mayor delito no era el amor carnal, sino amar el alma de Eva, mi alma”.
“Tú buscabas una verdad que salvara tu alma de todo lo perecedero. Yo te decía, abrázame fuerte, la vida es muy breve y no es seguro que haya una eternidad para nuestras frágiles almas, tal vez sólo vivamos aquí y ahora. Pero nunca estabas de acuerdo con esto. Tú buscarías sin descanso hasta encontrar la eternidad de tu alma”.
Quizás hoy, su referencia a Horacio tenga mayor validez en un mundo que exalta lo pasajero y superficial, al recordarnos que la brevedad de la vida revaloriza los sentimientos: “Piensa que cada día que amanece es tu último día”, puede ser también, siete siglos después, una certeza para todos.