En días pasados, durante la investidura del presidente Donald Trump, muchos nos preguntamos si EEUU se está latinoamericanizando, luego de escuchar un discurso inédito en un Presidente americano, lleno de lugares comunes, explicaciones simplicistas y ausencia de visión de un proyecto de país para los próximos cuatro años. Su discurso mostró a un país en crisis en el que las altas esferas políticas de Washington le dieron la espalda al pueblo provocando una terrible crisis. Trump prometió gobernar para todos los “olvidados” que a su juicio sufren de terribles “penalidades”, miseria y desempleo.
Trump habla como si todavía estuviera inmerso en campaña electoral y no como el Presidente de la nación más poderosa del mundo. La forma como inicia su mandato abre una serie de interrogantes sobre la democracia, las cuales como veremos, son totalmente válidas para la realidad que vivimos en Venezuela.
La democracia de Estados Unidos, concebida por los padres fundadores, ha sido un modelo para el mundo durante más de tres siglos, porque siendo un sistema presidencialista ha logrado el funcionamiento armónico, el respeto de los tres poderes públicos y una Constitución que ha permanecido en el tiempo como ley fundamental por encima de las coyunturas históricas y los liderazgos políticos.
Pocos pensamos que en las tierras de Madison, Jay y Hamilton una candidatura antisistema como la de Trump tuviera cabida. No obstante, su victoria corresponde a una nueva crisis de las democracias en occidente, caracterizadas por un vacío en la representatividad y la debilidad de los partidos políticos que abre las puertas para que el populismo toque las puertas de un electorado que desconfía de los políticos.
Las sociedades más avanzadas enfrentan problemas muy complejos tales como el terrorismo, la integración de los inmigrantes, el crecimiento de la población de la tercera edad y los efectos de la globalización sobre sus economías. Para todos estos problemas el populismo busca culpables a quienes achacar todo lo malo que pase en el país.
Lo que ocurre ahora en los Estados Unidos es la prueba más fehaciente de que la democracia siempre es un producto inacabado y que el populismo clásico trajeado esta vez de antipolítica está decidido a destruirla.
En Venezuela tuvimos un período democrático en el siglo XX durante el cual hubo respeto a una Constitución que fue producto del consenso entre las diversas fuerzas políticas, hubo elecciones competitivas y progreso material para millones de venezolanos. No obstante, en su última etapa la democracia atravesó por una grave crisis de legitimidad producto del incremento de las tensiones sociales por el fracaso del modelo rentista y la sombra de la corrupción.
El desprestigio de los partidos hegemónicos abrió las puertas para que el exgolpista Hugo Chávez, convenciera a los venezolanos de que vivían en el peor de los mundos y que era necesaria lo que en su momento se llamó “una revolución democrática” para barrer a los partidos tradicionales y formar un gobierno que representara los intereses del pueblo. Chávez, al igual que Trump, polarizó a la sociedad bajo la dicotomía amigo – enemigo y fue desmontando pacientemente nuestra institucionalidad. No obstante, en el país del norte esto no ocurrirá porque las instituciones constituyen un muro de contención.
Ya han pasado casi 20 veinte años y la revolución trasmutada en socialismo desdibujó las bases de la democracia venezolana, el respeto a la Constitución y al pluralismo. Hoy somos un país hundido en la miseria, con millones de personas sin acceso a alimentos, medicamentos y servicios básicos, y con los derechos políticos conculcados.
No es posible que aún ahora en el imaginario colectivo de oficialistas y opositores todavía exista el mito del caudillo que vendrá a resolver mágicamente la crisis. Desechar esta creencia es el primer paso para articular la estrategia de cambio político que conducirá a la reconstrucción del país.
La democracia siempre es perfectible pero el populismo en sus diversas presentaciones es terrero fértil para el autoritarismo. La elección de Trump pone en evidencia que ningún país está vacunado contra el populismo. Ni siquiera las super potencias.