A principios de la década de los ’70 empezaron a oírse voces del mundo académico, alarmadas por la reducción de la concentración del ozono estratosférico, durante largos periodos de la primavera austral, sobre vastas áreas del polo sur.
Este fenómeno estacional es conocido como el “hueco de la capa de ozono”. La preocupación de la comunidad científica estaba bien fundamentada; el ozono de la alta atmósfera actúa como un eficiente filtro de los dañinos rayos ultravioleta (UV-B), lo que hace posible el desarrollo de la vida, tal como la conocemos.
Cada año, su extensión era mayor y el efecto sobre el fitoplancton, inicio de la cadena alimenticia, se hacía más notorio y preocupante. Se considera causante de cáncer de piel, cataratas y con efectos sobre la vida terrestre y marina. Como resultado de esta seria amenaza a la vida terrestre, las Naciones Unidas, a través de su programa para el medio ambiente (PNUMA), convocó a las naciones del mundo a abordar, por primera vez en la historia, una amenaza con implicaciones globales para la humanidad.
En septiembre de 1987 se firmó el Protocolo de Montreal, que controlaba el consumo y fabricación de los clorofluorocarbonos (CFC) y halones. Estas sustancias fluoradas se utilizaban de manera intensiva en refrigeración, aires acondicionados, producción de espumas aislantes, solventes para la industria electrónica, sistemas de esterilización, aerosoles, esterilización de suelos agrícolas, extinción de incendios y muchos otros usos. Su eliminación comportaba un enorme esfuerzo y un dramático y costoso cambio tecnológico; sobre todo para nuestro país, que había logrado un incipiente proceso de desarrollo y se vería forzado a sufrir una desindustrialización, en un sector en el cual ya habíamos logrado cierto grado de independencia tecnológica y capacidad de exportación, a través de la empresa mixta Produven, ubicada en Morón, que fue cerrada en el año 2005
El Protocolo, originalmente favorecía la sustitución hacia los, hasta ese momento benignos, HCFC. Revisiones posteriores en Londres (1990) y Copenhague (1992) aumentaron el número de sustancias controladas a 95 químicos y adelantó la prohibición total para 1995 Los países en vías de desarrollo gozábamos de un plazo mayor y dispondríamos de un fondo financiero para cubrir los costos de la sustitución.
A través de equipos importados de refrigeración, se creó una demanda interna del novísimo HFC-134a, totalmente importado. Las evaluaciones de estos sustitutos, encontraron que el potencial de efecto invernadero de los HFC, es hasta 3000 veces superior a los viejos sustitutos. La protección de la capa de ozono, había empeorado un nuevo problema ambiental, el calentamiento global. Se estima que su contribución al aumento de la temperatura promedio planetaria, es de hasta 0,4 grados centígrados, lo que pone en dificultad la meta de limitar el aumento de la temperatura atmosférica a 2 grados centígrados, con respecto a los niveles de la época preindustrial.
El Protocolo de Montreal ha respondido de forma positiva a su objetivo primario. La evolución del hueco de la capa de ozono, ha disminuido año tras año, y ya se vislumbra su desaparición paulatina, durante los próximos 50 años.
Las complejas negociaciones y el equilibrio alcanzado en el acuerdo de Montreal, se ven ahora impactadas por los efectos de los HFC sobre el calentamiento atmosférico. Se nos impone nuevamente otra reconversión industrial y una acentuación de nuestra dependencia tecnológica. Esta vez, sin embargo, las exigencias del control ambiental inciden de manera clara, sobre el futuro de nuestra principal industria de exportación, el petróleo y acarrean nuevas demandas sobre el viejo y efectivo tratado de Montreal.