Las observaciones de voces autorizadas en la encuesta realizada por este diario en torno a la contaminación visual producida por el “exceso de marcas, emblemas y eslóganes”, exhibidos en el recorrido de la procesión de la Divina Pastora, nos remiten de inmediato a pensar que dicho asunto ha de ir enmarcado dentro del concepto de la ciudad que hemos de construir entre todos. Nada mejor que abrir una discusión en todos los niveles, sobre la ciudad posible, asunto que debería ser tema de tesis universitarias, artículos de prensa, foros de diversa índole, conferencias, encuestas, organizaciones comunitarias, en fin, de todos los mecanismos participativos.
La experiencia de ciudades como Medellín y Quito, cuyos resultados demuestran que los beneficios son mayores que los problemas que aún quedan por resolver, es resultado de lo que podríamos llamar, una larga y profunda “conversación colectiva”, que requirió tiempo, disposición al diálogo y negociación, de análisis interdisciplinarios que incluyeron a la gente como parte del patrimonio tangible e intangible, los discursos políticos, religiosos y las formas de relacionarse la gente. En fin, que todo el mundo se ganó para la idea de una larga “marcha a pie”, en el camino de la discusión profunda, de los intereses parciales y comunitarios, conscientes de las trampas de las diversas formas de manipulación, que si bien atraviesan cualquier variante comunicativa y relacional, era fundamental aprender a percibir, en esta nueva forma de encarar los problemas de violencia, marginación, exclusiones, apropiaciones indebidas, formas de “estar” y de “ser”, justificadas por el uso y el abuso.
Venimos sufriendo de una larga temporada de discurso “único”, excluyente y autoritario, cuya lección es la necesidad del diálogo real en todos los ámbitos de vida social, especialmente en la construcción de ciudadanía. La que llamara Hannah Arendt, “El derecho a tener derechos” es por estas tierras, la conciencia de tener también deberes, sustentados sobre los derechos individuales y colectivos que nos permiten al menos, controlar nuestro destino si pensamos, repensamos e imaginamos mundos posibles que incluyan la democracia como propuesta viva, cuyo transcurrir admite mejoras profundas que nos conduzcan a la igualdad jurídica y la aplicación de las leyes. Ciudadanía que ha de conocer y respetar las diferencias culturales.
Desde la cuarta república ya nos quejábamos de la personalización de las alcaldías y gobernaciones. Notas de prensa y artículos acusan la arbitrariedad e ignorancia de los funcionarios a la hora de concebir las políticas culturales. El chavismo reforzó al extremo dicha actitud, con su política comunicativa unívoca, autocrática y personalista, centralizada e impuesta hasta el último escritorio gubernamental cívico o militar. Su “estética” se impuso en las ciudades con gobernadores y alcaldías afines, siendo un buen ejemplo lo sufrido por nuestra ciudad, a su paso. Hoy al menos, podemos analizar los excesos propagandísticos de gobernación y alcaldía, bajo la luz de la diversidad y la posibilidad de proponer leyes y formas de organizar el debate sobre qué queremos los ciudadanos de estas tierras, para Lara y Barquisimeto.
Alejandro Moreno, en su Antropología Cultural del Pueblo Venezolano, sostiene que de la misma manera en que puede proyectarse el cambio del “mundo-de-vida de una persona”, lo mismo puede ocurrir con la sociedad, pues no se trata de sustituir el mundo-de-vida popular venezolano, sino de integrarlo a cualquier propósito de cambio y de construcción del país, ese terreno del encuentro donde se concreta el diálogo, sustentado en un consenso de voluntades. Esto incluye la variedad de enfoques, de propuestas y participantes.
La cultura, ese territorio cuya definición aún se somete a debate quizás es la vía más expedita para comprendernos desde lo que somos y hemos sido, a sabiendas incluso, de la inexistencia de discursos neutros y objetivos. Nos sirve, entre otras cosas,para analizar la función de “estéticas”, que parecieran formar parte del imaginario político que traslada al gobernante los deberes y derechos del ciudadano que los eligió, renunciando a su participación. Todo proyecto de ciudad es de largo aliento y requiere del ejercicio de la ciudadanía pues ha de incluir el desarrollo humano, fin último del desarrollo económico. En fin, como dijera K. Gibran: “No se puede llegar al alba sino por el sendero de la noche”.