Por la puerta del sol – Hacia la última estación

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“Envejecer es como escalar una gran montaña; mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, y la vista más amplia y serena” (Ygmar Bergman)

La vida es una circunstancia de obligado tránsito por estaciones y cambios cuyos balances físicos y emocionales para muchos, es motivo de reflexión al finalizar de cada año.

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Cada estación es un amanecer y un anochecer, un retoñar y caer de hojas, crudo testimonio del paso del tiempo al que nada detiene.

En la vida todo tiene su tiempo: lo tiene el deshojar del follaje y el de retoñar, el tiempo de unirse y el de separarse, lo tiene el temporal y lo tiene la calma. Aislarse es camino que muchos eligen para recluirse en su espíritu, allí donde moran alegrías y tristezas.

Suman y suman los años que a la vez van renovando y secando todo a su paso. Los ojos se convierten en astros errabundos, oteadores de lejanías,de recordar yevocar de aquellos lauros ceñidoscon espinas entremezcladas sobre la frente triste. Desde el tragaluz de la habitación se ve cómo va pasando la vida matizada de auroras y ponientes. Resignados al retiro algunos deciden encerrarse a rumiar sus amarguras y a esperar que llegue el final,pendiente del rechinar de las ruedas sobre los rieles ante el avance del tren que los dejará en la última parada. Por el contrario otros se centran en su presente dedicados a fabricar mañanas escribiendo. Sus plumas son alondras mensajeras portadoras de esquelas y de lirios que sonríen al espacio, para no dejar de sentir la vida.
Con los años se aprende entre muchas cosas que las agonías del hombre se exilian en la indiferencia del mundo, se aprende del canto de los búhos y de los jardines desolados, de la quietud de los paisajes y de los apagados volcanes.

La vida está llena de placeres, de gente y de momentos gratos. A nadie que vaya más allá de los sesenta años se le puede prohibir jugarse la última canita, sonreírle a los años que no volverán ya beber con gusto la postrera copa del otoñoque ya siente los pasos del invierno.

Si se ha tenido el privilegio de haber vivido varios lustros, debe haberlo para dedicarse alguna tarde canosa a hacer requisa a lo vivido, a lo hecho, a lo que se ha dejado de hacer y a los recuerdos, antes que se termine el tiempodedomar tempestades y potros en el que sin problema ni peligros se tapaba uno con nubes, intemperies y aletazos de cielo.

Después de los sesenta el hombre es soberano de sus conocimientos, de su vida, sus decisiones y experiencias; es artífice de lo que deja, igual que de sus creaciones, esconocedordel acento con el que habla una lira, un arpa o un violín, igual que del divino idioma de la esperanza. Porque el hombre que sabe vivir sabe tener cuidado como dijera Montaigne “De que la vejez no le arrugue más el espíritu que el rostro”

Todos sabemos que la memoria erige el tiempo, que el rostro de hoy en el espejo no es el mismo de ayer, que no hay otro infierno que el miedo, ni cielo más hermoso que la paz que se logra al subir al tren en la última estación.

¿No le gustó el tema? No hay duda querido lector que somos todo lo que seremos y lo que hemos sido.
Creo en Dios, dueño del cielo que nos cubre de azul infinito, creo en la libertad de las ideas y de la metáfora cuya inspiración sabe labrar cristales. Creo en el oro que guarda el aprendizaje que los ojos curiosos recogieron, creo más en la acción que en un sembrado de esperanza. Sé que en la luz o la sombra a donde vaya después de la última estación estaré yo con mi conciencia esperándome.

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