La felicidad es una actitud que se asume y se construye cotidianamente. La fábula del hombre que era tan pobre que apenas tenía dinero, por oposición, puede ilustrar esta afirmación.
Por estos tiempos se asegura que la felicidad es asunto de inversión económica y resolución de apremiantes problemas financieros. Otros, más osados, colocan el centro en la problemática del Estado como origen de sus males y falta de felicidad, y mucho de razón pueden tener.
Los más ingenuos siguen obstinándose en la felicidad como la posibilidad de una peladera de dientes y estridentes risotadas, junto al carbón, la chinchurria y el solomo de cuerito. Sin faltar las frías birras y el juego de dominó, por supuesto. Aquello de “barriga llena corazón contento” les sienta bien, al menos por un fin de semana.
En mi escueta biblioteca barquisimetana conservo algunos libros sobre misticismo, poetas y pensadores sufíes y hasídicos. En todos ellos encuentro una particular tendencia a considerar la felicidad como un estado del ser que lleva a una serenidad ante la vida, bondad, compasión (con-pasión) e infinita alegría de vivir. Una plenitud del ser y no como generalmente se entiende; euforia y frenesí que se levanta como espuma de mar los fines de semana, época navideña, de semana santa y vacaciones escolares. Y después decae y deja deudas, depresión, estrés y consulta médica. Más que todo, al psiquiatra.
Falsamente se entiende la felicidad como enemiga de la tristeza y amiga de la sonrisa. Pero es que la vida, ni es una marcha inexorable al encuentro en rosa púrpura de besos ni tampoco, una tragedia griega. En todo caso, tristeza y felicidad son parte de un aprendizaje que es menester asumir desde la consciencia del ser.
Hay quienes se han metido de lleno a estudiar esta materia e incluso, hasta existen gremios, asociaciones y Ong’s de sesudos intelectuales que enuncian principios sobre la materia. Hay felicidad política, económica, militar, artística, y pare de contar. Algo así como, “soy feliz porque mi líder de partido está feliz” o “el dueño de la fábrica ganó dinero y eso me tiene feliz”.
Se entiende que la felicidad viene, viaja. Alguna vez llega con la lotería o de repente, con la herencia de un tío. Se está, pues, a la espera de que las circunstancias, ajenas a mí, me seleccionen, fijen sus ojos y me vean, me gratifiquen mientras me miro el ombligo.
Pero es que la felicidad se cultiva. Es un asunto particular, individual. Después es posible que se comparta a través de objetos, que como símbolos, representen eso que está en mí.
Podemos ser y estar felices a pesar de las circunstancias adversas que el medio ambiente y social nos ofrezcan. Podemos, incluso, ser felices aun y a pesar de padecer enfermedades. La sanidad es parte de un estado de felicidad. Y no tiene por qué estar conectado a religión alguna. Aunque no se niega tal relación.
La historia nos refuerza esto que atendemos. En los conflictos extremos jamás la felicidad ha podido ser obviada, negada y menos, olvidada. Quizá pueda que se restrinja por asuntos más apremiantes.
Dicen quienes estudiaron los últimos momentos del maestro Sócrates, que, una vez ingerido el veneno de la cicuta, el filósofo comenzó a caminar por la habitación. Se sentó, y con cierta serenidad preguntó a su amigo, Critón: “Sabes que le debemos un gallo a Asclepio. No te olvides de pagarlo”. Acto seguido sus ojos se quedaron fijos y dejó de respirar.
Grato saber que el maestro, a más de pensador era jugador de gallos. De ahí que sea en la cotidianidad de la vida donde el estado de felicidad se manifieste en las cosas más insignificantes.
También Luciano de Samosata, en su Diálogo de las hetairas, deja una descripción de lo que es la felicidad, en lo más cotidiano: “Si llegamos a encontrar a otro amante del mismo estilo que Quéreas, Musarion, tendremos que sacrificar una cabra blanca a la Afrodita popular, una novilla a la Afrodita celeste que está en los jardines y ofrecer una corona a la diosa dispensadora de riquezas. Seremos plenamente afortunadas y tres veces felices”.
La felicidad, por tanto, no se impone desde el Estado ni tampoco depende de otros. Es inherente a nuestro desempeño en la vida de todos los días. Es cierto que estamos frente a circunstancias sociales adversas.
Pero depende de nosotros y solo de nosotros mantener una actitud inequívocamente positiva y de plena consciencia frente a los terribles años que atravesamos.
Porque siempre prevalecerá la lógica de los viejos, nuevos y buenos momentos de la cotidianidad que alimentan nuestro ser que es, vitalmente, feliz.