El título no sugiere, aun cuando algunos lo piensen, que la obra democratizadora que reclama Venezuela sea una orfebrería de utileros; de esos que apenas se ocupan de vestir a los actores, mover los andamios, preparar la escena para la representación de un drama o una tragedia, y luego cobrar por sus servicios.
Hablo del teatro democrático –sigo en ello la enseñanza de Laurence Whitehead, profesor de Oxford – pues es la imagen metafórica que me sirve para mejor describir y ayudar a superar, en esta hora de incertidumbre para los venezolanos, los errores de una lucha por la libertad que se hace agonía.
Un drama, una tragedia a ser representada requiere, primero que todo, de narrativa, de un texto consistente, susceptible de animar y rescatar al público; sobre todo al escéptico por la mala calidad de las obras que antes presenciara, como aquella de El Diálogo.
Sólo el texto de una obra permite ordenar el reparto adecuado de los actores, para que, al margen de sus actuaciones respectivas, todos a uno logren armonía de conjunto y aseguren un desenlace a la trama. Para que, al término, ganen todos con la satisfacción emocionada del auditorio que les mira, que también es partícipe central de la obra que convoca.
La democracia es un teatro. Y esto importa entenderlo, sobre todo con vistas al final exitoso de toda transición democrática o democratizadora luego de períodos de autoritarismo político; como el que inicia Hugo Chávez Frías en 1999 y ha de concluir, lo más pronto posible, con Nicolás Maduro Moros, su peor causahabiente.
El texto o la narrativa de una obra teatral a veces es complejo, otras no, pero siempre ha de ser susceptible de amarrar a cada actor, permitiéndole mimetizarse con su personaje. Esto garantiza parte del éxito.
En el caso de la democracia, la narrativa de su obra actual no es la misma de los griegos y tampoco la escrita al concluir la Segunda Gran Guerra del siglo XX. Es una trama de proceso abierto, bajo debate constante, según las inéditas coordenadas del siglo XXI. Pero ha de contar con anclas que la fijen en un punto no debatible -el respeto a la dignidad y naturaleza de la persona humana- y que le permita, como a toda nave anclada, moverse de un lado hacia el otro dentro del límite invariable de lo que es.
A la luz de los acontecimientos recientes -la trampa del diálogo y la profundización de la deriva dictatorial- cabe preguntarse si ¿la MUD tiene entre sus manos una narrativa, así sea esquelética, que revele el modelo de democracia hacia el que apunta y que intentan representar sus actores y sea capaz de sugerir el desenlace de ese final claramente comprometido, aquí sí, con el destierro de la infamia?
Por lo pronto, el público que la observa desde la galería capta en sus actores de escena discursos distintos e inconexos, que pueden corresponder o no a los niveles distintos y las variantes de los diálogos de una narrativa que -suponemos- esta se ha planteado; mas lo cierto es que la desconocen quienes ocupan las butacas del teatro y ya han pagado su abono con el sufrimiento. Tanto que de pronto, es lo cierto, los actores secundarios asumen roles protagónicos y los protagonistas se ocultan tras el telón y, de ordinario, la representación dramática o trágica se queda sin predicado.
Luego del clímax de la obra – de la expectativa y hasta las rasgaduras de vestidos que, como ejemplo, tienen lugar entre el público y en las horas previas y posteriores al fallido encuentro de República Dominicana, seguido por los de Caracas y de donde emergen tres libretos distintos: el de la MUD, el del gobierno, y el de Monseñor Celli – todo es confusión.
No se resuelven los conflictos entre los personajes de la trama. La audiencia, olvidada por los actores y tenida por ausente como en las horas de ensayo, se encuentra decepcionada. Y la crítica, como era de esperarse, no es complaciente. Ha hecho correr ríos de tinta.
Dice bien Whitehead que “si la democratización se considera esencialmente como una cuestión de pacto entre las élites ¿en dónde encontramos los elementos de la persuasión y simpatía pública necesarios para construir el entendimiento y apoyo ciudadanos más amplios que requiere el acuerdo alcanzado?
Volvamos, pues, al principio. Toda obra teatral exige de un guión y contenidos, a objeto, además, de fijar los momentos del diálogo entre los actores y sus protagonismos. Y al caso, como lo recuerda el catedrático a quien invoco, cabe entender que el liderazgo político – como en toda representación teatral – implica tener capacidad para la retórica, oído para la musicalidad del lenguaje, para conjurar imágenes de futuros posibles, y para desviar la atención de obstáculos insalvables.
Toda transición democratizadora, en suma, carece de destino si en ella sólo priva la improvisación. Si falta el orden previo para las salidas a la escena será un desastre. Si cada actor, presa de su egolatría, incluso considerándose el mejor, no es fiel al conjunto de la narrativa que le da cobertura a la obra ni es capaz, con su actuación, de alimentar el apetito de la audiencia, de ganar su atención, de mover su adhesión emocional, al final, tampoco será capaz de entregar un culmen satisfactorio.
La democracia no es medianía.