Dos postulados, suertes de aporía, inmovilizan el espíritu democrático de los venezolanos, a pesar del calor de los debates parlamentarios. Y no ha sido fácil, por lo mismo, revertir esa neutralización recíproca de voluntades en la que se encuentran sumidos los actores gubernamentales y los de la oposición partidaria. Su muestra es la Mesa de Diálogo.
Al decir esto lo hago con ánimo constructivo, para ayudar a despejar el camino de nuestra actual incertidumbre.
En momentos agonales, a lo largo de la última generación -desde 1989 y en un ciclo que, teóricamente, habrá de concluir en 2019- se instalan dogmas paralizadores del escrutinio crítico ciudadano. Ellos reducen, cada vez más, las posibilidades de un desenlace democrático a nuestras diferencias como sociedad, tal y como nos lo merecemos.
Sabemos, salvo quienes sufren de miopía democrática, que de nada sirven los votos cuando su ejercicio deja de ser razonado y al término es obra de las pasiones, del relativismo moral que hasta nos permite optar democráticamente por la dictadura. Tanto como sabemos lo que de nosotros y sobre nuestro ser dice Ramón Díaz Sánchez: El venezolano “ama la libertad, es individualista, rebelde e igualitario en la misma proporción en que es místico, déspota, aristocrático, supersticioso y anticientífico”.
De modo que, en nombre de la libertad e imbuidos de nuestro espíritu igualitario, en 1998 optamos por un traficante de ilusiones, especie de mesías con arrestos de déspota iletrado y amigo de lo supersticioso. Intentar desafiarlo entonces, como opción, casi que se torna en herejía para el colectivo. Quien lo critica es tachado como cultor del pasado y encubridor de sus corruptelas. Y como, además, conforme a nuestra tradición patria, somos generosos y abiertos, sobre todo para los odios, la diferenciación ética –el respeto de la persona en todo lo que la constituye, preterida por el candidato y soldado Hugo Chávez– cede en dicho instante y las complicidades entre élites indiferenciadas no reparan en las fronteras entre lo que sirve o no al bien de la democracia.
En la oposición de última hora, que fragua y se amalgama a empujones para enfrentar al lobo que viene, la identidad común es, por lo mismo, de base trivial –huérfana de narrativa– y por ello condenada al fracaso. La unidad en la cosmovisión es un artículo de lujo.
Pues bien, en los años sucesivos y en el marco de la confrontación que se sucede luego del quiebre constitucional o parteaguas del 11 de abril de 2002 y hasta el presente, otros dos dogmas vuelven a congelar la voluntad social, fracturan al país en dos pedazos, se divorcian de lo universal –fundamento de la moral política– y hacen girar a sus adeptos alrededor de sus respectivos ombligos, no más allá.
En una banda, el régimen afirma y asegura que de su estabilidad depende la paz: “Somos una revolución pacífica, pero armada”, a fin de recordar que quien atenta contra la estabilidad del poder chavista es enemigo de la paz y procurador de la violencia. Así, la acción de oposición debe reducirse hasta el límite que no signifique un desafío a esa premisa o manipulación letal. “Hay que dialogar, para evitar la sangre”, nos recuerda recién a los venezolanos el Enviado Papal.
En la otra banda, la Unidad, franquicia eficaz y medio para la lucha electoral de la oposición democrática, llega al punto igual de mutar en dogma prohibitivo de la crítica democrática propia; sea para la construcción de narrativas mínimas que le den identidad a quienes militan en su seno, sea para afinar los rumbos en la lucha por la libertad y conjurar las medianías.
Rómulo Betancourt, en su hora, denuncia el “unanimismo de los déspotas” tan caro a los comunistas, quienes niegan, por ende, su firma en el Pacto de Punto Fijo; visto que fija la concordancia entre sus fuerzas partidarias para enfrentar al “gendarme necesario” y anima, a la vez, la pluralidad de perspectivas en la lucha por la libertad.
El miedo a la violencia, atizado hoy desde el régimen –como si acaso no estuviésemos los venezolanos enfangados en la cultura de la muerte y como víctimas de la hambruna– ha logrado inmovilizar a los adversarios de éste; y el sacrosanto respeto por la unidad opositora, tilda de traidores de la causa a los críticos conmilitones de sus fallidas estrategias de diálogo. Ambas posturas desnudan vocaciones despóticas y proscriben lo que es sustantivo en la democracia. Todo es debatible y lo que no lo es, no es democrático.
No por azar, en una acera, la del gobierno, se juega como objetivo a la dispersión de la protesta y la desintegración de la voluntad democrática opositora hasta doblegarla, y en la otra, la de la MUD, el miedo se hace ley de unidad para la supervivencia.
Sin raíces que aten y tensionen hacia la práctica de democracia profunda, el presente con sus circunstancias será motivo cotidiano de fracturas, e impedirá el sueño de largo aliento por el que luchar sin desmayo ni transacciones subalternas, en beneficio de los que vienen y no de los que estamos.