La democracia, como procedimiento de organización del poder del Estado, ha entrado en fase terminal. Parece despuntar la democracia moral como derecho de la gente y bajo su guía directa.
Ese fenómeno, que para los venezolanos encuentra un punto de ignición – incluso violenti – en el año de 1989, con el Caracazo, sólo ahora se hace evidente, pasada casi una generación. Colombia, Venezuela, y ahora Estados Unidos, son los laboratorios, sus pruebas de fuego.
Caída la Cortina de Hierro, estudiosos sobre la democracia – Giovanni Sartori, Arturo Uslar Pietri – celebran la derrota de la manipulada democracia popular, tanto como afirman el triunfo final de la democracia prudencial o liberal en la que todo cabe. Y hasta los partidos políticos del siglo XX, siguiendo a Francis Fucuyama, aceptan la muerte de las ideologías, derivan en meras franquicias electorales, y se tornan en iglesias del relativismo; ese que denuncia mortificado Joseph A. Ratzinger, en vísperas de su elección como Benedicto XVI.
El escrutinio electoral democrático entre alternativas políticas diferentes cede. Todo se hace igual e indiferenciado, lo que explica que ante las fallas previsibles de la acción política las mayorías pidan indignadas que se vayan todos los políticos, sin distingos.
Y es que sobreviene, además, otra consecuencia que fija el final de los Estados como odres o acaso cárceles de la ciudadanía en que degeneran a su término. El valor histórico de los espacios y de las fronteras políticas soberanas, fuentes hasta entonces de identidad en lo nacional y proveedores de arraigo y seguridad, se debilitan. Se abre paso la civilización digital, hecha de tiempo, alimentada por el vértigo y negada a lo raizal.
La fugacidad y brevedad de las ideas o datos que discurren a través de las redes impiden su fijación institucional. La realidad política se hace inestable e imprecisa – por pérdida de cosmovisión – como impreciso es el comportamiento de las bolsas de valores.
Dos corrientes se solapan signando la pulverización de lo social, base del Estado, con efectos perversos sobre la democracia como organización de la convivencia: Una es la de los millenials o internautas, sin relación con la otredad humana más que a través de sus aparatos electrónicos, con los que practican la dictadura: incluyen o excluyen a quienes les molestan o critican; otra es la de quienes, huérfanos como aquéllos del sentido de la ciudadanía, buscan otras identidades en nichos sociales primarios, acaso legítimos pero de vocación fundamentalista, asimismo excluyentes de la otredad por afirmarse sobre sus derechos a ser diferentes (ecologistas, feministas, étnicos o de género, comuneros, neo-religiosos, descamisados, etc.).
Dentro de este contexto, como primera respuesta y ante la ausencia sobrevenida de los anclajes formales o políticamente correctos que ofrecen reposo y seguridades básicas al común de los mortales, sobrevienen y se hacen inevitables los traficantes de ilusiones con sus fardos neo-populistas.
Las desviaciones democráticas que así se suceden, como las que postula el Socialismo del siglo XXI: reedición jurásica de una ideología totalitaria oculta tras las formalidades de la añeja democracia y su Estado de Derecho, no son vistas, por miopía, sino como eso, como meras desviaciones autoritarias que cabe corregir.
Mas, por lo visto, ahora se demuestra que no se trata de un mal patrimonio exclusivo de los remozados gobernantes marxistas latinoamericanos.
Silvio Berlusconi marca la pauta desde Italia, a inicios del presente siglo. Le siguen Alberto Fujimori en Perú y Hugo Chávez, en Venezuela, quienes arguyendo necesidades populares hacen renacer de sus cenizas al “gendarme necesario” decimonónico. Y el último, a la par, provoca la inflación de los derechos humanos hasta banalizarlos. Acelera, con base en estos, la citada fractura – favorecida por la Aldea Global – de la identidad común en lo ciudadano y moviliza en su favor, en defecto de la agotada “sociedad de clases” comunista, la emergencia de los nichos sociales fundamentalistas citados.
Juan Manuel Santos, demócrata, pierde un juicio en la Corte de La Haya y sin rubor anuncia que no acata los dictados de la Justicia; mientras ésta, en nombre de la paz y en lo interno, declara que el narcotráfico colombiano se justifica si media una razón política. Es loable, pues, negociar democráticamente con el crimen y los enemigos históricos de la democracia, como ocurre en Venezuela. La relatividad es el signo de los tiempos.
Dilma Rousseff, desde Brasil, acusa a la Justicia de querer ejecutar un golpe de Estado, por intentar juzgar al presidente Lula da Silva por hechos de corrupción; y la actuación parlamentaria – que es expresión de la soberanía –la cuestiona, considerándola antidemocrática y golpista. No por azar siguen su ejemplo Nicolás Maduro desde Caracas y Daniel Ortega desde Managua, cuyos gobiernos, hijos del relativismo absoluto, son ollas podridas. Y en USA, Donald Trump pone en duda la pulcritud del voto, y al ganar, los demócratas, sus adversarios, casi que le desconocen.
Álvaro Uribe y Trump, en suma, condenados a la derrota por los gobernantes del siglo XXI, por los medios de comunicación social, por el establecimiento internacional, y hasta por el Vaticano, triunfan apoyados por el periodismo subterráneo. Derrotan a las encuestas. Y media en ambos una razón o demanda que se hace agonal y contradice radicalmente la línea de quienes usan la globalización y la misma democracia para afirmar sus relativismos éticos.
Esa demanda social insatisfecha parece ser la necesidad sobrevenida en la gente del sosiego, de la vuelta a la rearticulación moral alrededor de la patria y conforme a unos valores fundantes no negociables ni transables en mesas de diálogo o acuerdos de élites, a saber, los valores de la decencia humana, inscritos en el Decálogo y animadores de la democracia profunda.