Pocas gravedades pueden acaso explicarse y apreciarse, desde la velocidad de una cámara
lenta. El deterioro del país, a decir de todos los indicadores económicos y sociales, y la
tragedia que supone el cierre de todas las vías de cambio político, la persecución a la
disidencia, el empobrecimiento acelerado de grandes masas de venezolanos, en manos de
un régimen militar con cínica y burlona sonrisa de neodictadura, definen las horas actuales.
Con demasiada lentitud e inercial signo, transcurre lo que se ha dado en llamar “diálogo”,
con mediación del Vaticano frente a la desesperación de millones de venezolanos
asfixiados por un modelo de represión y dominación, que ha colocado al país al borde de un
precipicio económico, hundiéndolo en el aislamiento, pobreza y miseria en pleno siglo
XXI, mientras vecinos cercanos avanzan y consolidan, en grados variables, su salud
democrática y productiva.
Una gruesa y espesa capa de incredulidad domina toda la atmósfera nacional. En cada
conversación o saludo, se cuelan dosis de escepticismo y desesperanza. Y la duda apunta
justamente a la profunda desconfianza que genera un gobierno dedicado con energía y
empeño a demoler el Estado de Derecho durante años, y a torcer el poco que queda aún en
pie, para atornillarse en el poder, sin deseos de abandonarlo.
Hay una ruptura del hilo constitucional ocasionada por el amago tiránico de quienes se
niegan a someterse a un proceso electoral revocatorio, conscientes de que serán desalojados
del poder con los votos de una gran mayoría a la que ya, y desde hace rato, no representan.
Maduro y quienes le acompañan en su nefasto capricho autocrático, ven al diálogo y la
presencia del enviado Papal como una tabla de salvación, un refugio para la inacción, una
cínica forma de ganar tiempo. Mientras la oposición nucleada en la MUD, participa del
diálogo no porque crea en Maduro, sino confiando en que la mediación de la Iglesia evite
una confrontación y destranque la obsesión por permanecer en el poder de una revolución
desdibujada en el plano internacional, como un gobierno de facto.
El poder ejecutivo intenta poner pausa en un control imaginario, para detener una película
en la cual todo está perfecto, no hay problemas ni conflictos, y en la que se asume como
único protagonista. Pero la impaciencia, el malestar, el hambre, la impotencia de no
conseguir medicinas, la hiperinflación, la persecución y detención de actores opositores de
manera arbitraria e ilegal, la represión, la corrupción roja-rojita, la destrucción del tejido
empresarial y del ánimo productivo, la inseguridad indetenible, configuran una amalgama
de argumentos cuyo peso y fuerza empujan para que avance esta película que somos, hacia
un desenlace urgente e inmediato.
Al final, el único ultimátum posible es el que le impone la sensatez, el destino y la fuerza de
un pueblo a quienes se empeñan en continuar con una aventura dictatorial.