Los gobiernos autoritarios tienen la tendencia de imponer a los ciudadanos sus criterios, y estos a su vez a obedecerlos bajo el imperio del terror y la injusticia bajo los cuales buscan perpetuarse en un poder que les permita la discrecionalidad de sus actos.
Los venezolanos desde siempre parecen que se sienten hipnotizados con ese tipo de regímenes como bien lo señala nuestra historia republicana. Juan Vicente Gómez permaneció más de 30 años en el poder sin permitir ninguna disidencia. Igual sucedió con Marco Pérez Jiménez, quien ocupó la presidencia de la República apoyado por las armas y cerró las puertas a cualquier movimiento que luchara por imponer la democracia en el país.
Nada ha cambiado en el nuevo siglo. Los propios ciudadanos, seguramente” cansados de vivir en libertad”, fueron los impulsores del cambio de un gobierno al que se puede culpar de muchos errores, también de grandes aciertos y sobre todo respetuoso de las libertades públicas como elemento principista en la vida democrática de los pueblos.
Los “nuevos salvadores de la patria” entendieron que las revoluciones se hacen para transformar los sistemas de gobierno, en el caso venezolano desarrollando un socialismo nada tolerante que pretende ser una copia al carbón del régimen comunista de los hermanos Castro, mentores de los nuevos dueños del poder político en Venezuela.
La revolución no se hizo para dejar las cosas como estaban antes –dijeron- al comenzar la destrucción de un país considerado como uno de los más ricos de la región, y con mayor proyección hacia el futuro.
Será entonces los ciudadanos, que una vez votaron erráticamente por un cambio, los que están obligados a ser otra vez los protagonistas de la cruzada de rescate de valores democráticos perdidos para lo cual es necesario mantener el equilibrio emocional y la unidad necesaria para no caer en provocaciones y desalientos a la hora de reclamar el derecho de volver a la normalidad.
Acostumbrarnos al mandato autoritario no es la mejor contribución a la lucha por hacer oír nuestra voz de protesta. La inmediatez no es buena consejera en estos tiempos de turbulencia y menos si viene acompañada de voces de desaliento y frustración. El valor ciudadano está por encima de esas voces agoreras que quieren hacernos ver que todo está perdido.