Recientemente salió de prisión el joven Francisco Márquez, después de estar 121 días en la cárcel. Salió de su detención sin que efectivamente pudiese probarse que cometió delito alguno cuando en el mes de junio se movilizó junto a Gabriel San Miguel para los llanos venezolanos, con el fin de apoyar logísticamente la movilización de ciudadanos en el marco de la recolección del 1 por ciento de firmas por el referendo revocatorio.
Los casos de Márquez y San Miguel pasarán a ser emblemáticos. Ha ocurrido un cambio en el manejo de los presos políticos en Venezuela. Estos jóvenes fueron puestos en libertad con la condición de que salieran al exilio. Han sido literalmente desterrados. Se trata de una práctica nueva en el chavismo, que se asemeja –en el caso de Venezuela- a lo que hizo un siglo atrás el Gomecismo.
Los integrantes de la generación del 28, conviene no olvidarlo, tras ser encarcelados terminan –en su gran mayoría- siendo enviados al exterior, una condición para recuperar su libertad.
El destierro es otra forma de prisión. No se trata obviamente de una libertad plena, aunque se esté fuera de una prisión. Libertad plena sería –por ejemplo- que Márquez y San Miguel pudiesen quedarse en el país si así lo desearan. Se van del país no por deseo propio, sino por decisión del régimen.
Salir obligatoriamente de tu país, a cambio de no estar en prisión, es sin duda alguna otra forma de condena.
El destierro es una forma brutal de exilio, asunto sobre el que deberemos escribir y analizar en Venezuela. En estos días he visitado Costa Rica, el país que acogió al menos a tres presidentes constitucionales de Venezuela, cuando éstos eran perseguidos políticos antes de acceder al poder. Se trata de Rómulo Betancourt, Raúl Leoni y Carlos Andrés Pérez.
El país centroamericano acogió, en diversos momentos, a los desterrados venezolanos. A los que eran obligados a salir del país para poder conservar su vida o salir de la cárcel a cambio del forzado exilio.
En Costa Rica he conversado con un par de jóvenes. Se definen como exiliados (estamos en el exilio, me recalcan). Ninguno de ellos fue perseguido, ni puestos en la escalerilla del avión por el gobierno, ni estuvieron involucrados en acciones políticas de oposición que les colocaran como objetivos del régimen.
Nada de eso ocurrió con estos jóvenes, pero ellos se definen como exiliados. En realidad son inmigrantes económicos. Podría decirse que el chavismo al acabar con la economía nacional lanzó a estos jóvenes, como a otros miles, a buscar mejores opciones en otros países. No dudo que la responsabilidad final del cambio que han experimentado miles de venezolanos en sus vidas, al salir en búsqueda de nuevos horizontes en otros países, sea resultado de las políticas económicas y sociales del chavismo, y están en su derecho al haber optado por irse, pero no son exiliados.
Lo que ha ocurrido con estos dos jóvenes venezolanos que conseguí en Costa Rica, talentosos y emprendedores, formados universitariamente en Venezuela pero cuyo talento terminará al servicio de otra sociedad, es una tragedia sin duda. Una tragedia para nuestra sociedad, que se descapitaliza en aquello que es más difícil, el talento humano. Pero a pesar de lo dramático que pueda ser cada historia, en sentido estricto estos jóvenes, como otros tanto, tuvieron la libertad de elegir. Tomaron la decisión de irse, pero fue su decisión. No son exiliados.
Exiliados, desterrados para ser más precisos, son Márquez y San Miguel. Sobre ellos (y sobre nosotros como sociedad) pesa otra condena. Venezuela regresa a las prácticas más inhumanas en el trato de la disidencia: incomunicación de los presos políticos, incluso con sus familiares y abogados, permanencia en lugares sin luz natural durante largo tiempo, tortura física y psicológica. Ahora se suma el destierro.