El tema de la paz de Colombia sigue sobre el tapete de la atención internacional. Todavía más cuanto que la decisión del Comité del Premio Nobel de otorgarlo con motivo de aquélla, al presidente Juan Manuel Santos, revela una apuesta a la incertidumbre. No se premia la obra acabada o una trayectoria personal sin fisuras en los ámbitos de la misma paz: “Hay un riesgo real de que el proceso de paz se paralice y de que estalle de nuevo la guerra civil (sic), lo que hace todavía más importante que todas las partes mantengan el respeto al alto de fuego”, reza la motiva.
Reforzar este proceso en cabeza de quien lo ha liderado hasta ahora y a pesar de que la mayoría colombiana expresara sus reservas éticas sobre los acuerdos a los que llegara el mismo Santos con las FARC, es, pues, el desiderátum. De modo que, otorgado el Nobel de la Paz con fino sentido político, como lo creo y lo sugiere el columnista de La Nación de Buenos Aires, Daniel Lozano, su propósito claro es darle un respiro al gobernante neogranadino – derrotado democráticamente – para que en su descalabro no arrastre al propio proceso, sean cuales fueren sus deficiencias. La paz de todo el país, víctima durante medio siglo de la guerrilla narco-terrorista, se le sobrepone.
Ingrid Betancourt, ex rehén de las FARC, después de saludar al premiado, cree que debió compartirse el Nobel con la guerrilla, autora de crímenes de guerra y lesa humanidad; lo que habría sido, más que un despropósito, un verdadero atentado a los mínimos de la moral democrática por parte del Comité noruego. Su desafío a las resultas del proceso democrático referendario ocurrido ha sido bastante.
Asociada hoy al eje cubano-venezolano del Socialismo del siglo XXI, las FARC, antes que comprender el mensaje reprobatorio de los acuerdos sometidos a referéndum y el reclamo legítimo por sus enmiendas, prefiere, antes bien, sacar cuentas sobre lo que aprecia de victoria pírrica del voto NO: habrían logrado dividir y polarizar a la nación, como lo hacen los gobernantes marxistas áulicos de tal corriente jurásica, en Brasil, Argentina, Ecuador, Bolivia y Nicaragua. La lucha de calle y por el poder –bajo esa perspectiva y como lo creen los jefes de las FARC– tiene, a la sazón, un camino a la mano y prometedor.
Lo esencial, la búsqueda de paz, no siempre perfecta, es, entonces, que ella no se pierda o detenga en el marco de las miserias políticas, y como parece, esa y no otra es la razón del Premio Nobel dado a Santos. En la práctica se trata de un premio por adelantado, que ha de pagarse con creces y justificarse.
No es el premio, por ende, una reprobación -lo supongo de buena fe- a la lucha que en contra de los acuerdos despliegan los ex presidentes Álvaro Uribe Vélez y Andrés Pastrana Arango, pues todos a uno sostienen el compromiso con la paz: la paz sí, pero no así, es el mensaje que comparten con su pueblo. Si fuese lo contrario estaríamos ante el absurdo de que la paz y la democracia se excluyen, y a aquélla se la entendería como silencio de la guerra, y nada más.
“La paz sí, pero no así”, es, por consiguiente, el hilo que anuda al Premio Nobel de la Paz para que no sea desvirtuado en las cenagosas y putrefactas aguas del revanchismo; sea el de la izquierda irredenta, frustrada por el desenlace democrático adverso a sus querencias y la cota más alta de justicia que le imponen los colombianos, sea por la desengañada comunidad internacional presente en los actos de propaganda oficial en Cartagena, queriendo condicionar el voto libre de los colombianos por los acuerdos.
Luego de ocurridas violaciones sistemáticas de derechos humanos, a la memoria de éstas y su fijación, como verdad, ha de seguir la justicia, como acto reparador sustantivo. En la tríada democracia, Estado de Derecho y derechos humanos, son inadmisibles los tribunales especiales o de excepción, los construidos ad hoc por las partes beligerantes sin mirar a los ojos de las víctimas.
La justicia, obviamente, no es un acto de venganza, ni responde a la ley del talión, como en su fuero interno -por motivos explicables- lo desearía cada víctima de un atentado a su dignidad. Eso habrán de entenderlo los negociadores y los colombianos.
Dejo de lado otras consideraciones sobre los acuerdos y el Premio Nobel de la Paz. Llaman la atención, no obstante, los dobles raseros que buscan establecer con estos las izquierdas, para sí, postergando los estándares impuestos en el siglo XX a los criminales de la derecha, los del fascismo, el nazismo, y las dictaduras militares del Cono sur latinoamericano, en el siglo XX; y la exigencia novedosa de que sean santificados en la “meca de la paz” caribeña: La Habana, algo tan exquisito como tomar baños termales en las pailas del infierno.
[email protected]